Tu médico, el carnicero de la esquina, la vecina de enfrente, tu hermano, la diputada del partido al que votaste, tu presentador favorito, el compañero de clase de tu hijo, tú misma, yo mismo.
El VIH, virus causante del sida, no distingue entre edad, género, orientación sexual, nivel socioeconómico o ningún otro parámetro.
Salvo por las evidentes diferencias biológicas que hacen de esta infección un proceso por ahora indefinido y finalmente mortal sin el tratamiento adecuado, el VIH no es más que un virus. Como el de la gripe, el sarampión o la varicela, procesos por los que no emitiríamos juicio alguno respecto a la persona que lo padece.
No catalogaríamos a nadie de víctima o culpable por tener un catarro. Como indica Bertrand Russell, todo parte de un concepto artificial del pecado implantado a sangre y fuego en las entrañas de nuestro subconsciente por un orden moral arcaico y enfermizo. Así, al ser la sexual una de las principales vías de transmisión del VIH, se despierta nuestra gran carga de culpabilidad impresa machaconamente durante décadas y convertimos al sida en un estigma. Pero juzgar, juzgarnos, o ser juzgados por padecer una u otra enfermedad tiene tanto sentido como hacerlo o serlo por tener un determinado color de piel. Nuestro juicio es sólo el reflejo de nuestra propia culpabilidad, de nuestra propia carencia.
Por ello, por nuestro propio bien, además de exigir más información y recursos para luchar contra el sida aquí y en los países subdesarrollados (en África vive el 60% de los infectados), hagámonos un favor a nosotros y hagámoselo a la humanidad poniendo cada uno nuestro granito de arena: no juzgando, respetando, cuidando, amando.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 4 de diciembre de 2008