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COLUMNA

Autoestima

Resulta sorprendente lo cotizada que está la autoestima últimamente. Abundan las noticias sobre personas que tienen altibajos de este producto por las razones más peculiares, hasta se dan cursillos para elevarla y se invierten cantidades respetables en su investigación. Además del colesterol y los marcadores tumorales, los especialistas también recomiendan vigilarla periódicamente. Es curioso que todo esto empezara con un americano, cómo no, que en 1890 escribió una fórmula donde la autoestima era igual a los éxitos conseguidos partido por las pretensiones que teníamos. Si lo hubiera expresado con logaritmos o mediante ecuaciones diferenciales no hubiera tenido tanta fortuna, pero un quebrado, una fracción, una simple división entre lo conseguido y lo deseado, eso lo entendemos todos. Enciendo la calculadora del móvil, divido el numerador por el denominador, lo multiplico por cien y me entero que hoy estoy al treinta por cien de autoestima. Mala cosa.

Pero con el paso del tiempo todo el mundo se obsesiona con los éxitos, los triunfos, las victorias conseguidas, mientras que las pretensiones y proyectos personales van quedando en un borroso segundo plano. El denominador se convierte en la cenicienta de la casa y, entonces, pasa lo que pasa. Leemos que unas personas mejoran su autoestima porque aumentaron el volumen de los senos o el tamaño del pene, concedamos que eso es un éxito, pero ¿en relación con qué pretensiones? ¿Cuál es el proyecto? En el denominador está la respuesta, ahí está la clave, el auténtico valor de nuestra autoestima.

Confundimos la parte con el todo y eso produce crisis del tipo más variado. Pongamos un ejemplo. Quiero aumentar mi autoestima como profesor y, al calificar en actas, apruebo al ciento treinta por cien de mis alumnos. Estarán de acuerdo en que eso no puede ser, en el mejor de los casos me acusarán de falsificación de documento público por inventarme alumnos que no existen. Sin embargo, llevamos décadas aceptando sin ningún problema que una institución bancaria, una constructora o cualquier empresa de moda anuncie a bombo y platillo que sus beneficios aumentaron, por ejemplo, el doscientos cincuenta por cien. Me van a perdonar el atrevimiento, pero puedo asegurar que todo lo que sobrepase al cien por cien es metafísica, no existe, es inventado y, además, manifiesta una clara inflación de la autoestima. Es una patología en la que numerador y denominador pierden los papeles. De ahí vienen las crisis, ya sean de identidad, religiosas o financieras. Eso lo tenía claro hasta el americano que formuló la autoestima.

Nuestra sociedad abusa de la autoestima, desplomándose una y otra vez sobre sí misma. Primero fue la burbuja informática, un exceso de autoestima digital. Luego estalló la burbuja de la construcción, la vieja soberbia de edificar hasta el cielo. Ahora el nuevo éxito es el I+D, a veces mal interpretado como imitación y dependencia, cuando el mercado empieza ya a estar saturado de inventos, quincallería y neurotransmisores.

En resumen, que la autoestima está sobrevalorada y es un peligro público. Tenemos que ocuparnos más por el sentido y significado de los proyectos y las aspiraciones, que del éxito ya se preocupan bastante los fracasados.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 8 de diciembre de 2008