Serena Williams hace retumbar el suelo de un pasillo interior de la pista Rod Laver mientras salta y hace carreras de precalentamiento con las rodillas bien altas. Acaba de dejar su bolso de marca en el suelo, y le observa con mirada extrañada Elena Dementieva, su rival, que no aguanta el reto, la intimidatoria presencia de Williams, y decide ser la primera que salta a la pista. No sirvió de nada. Serena, con el techo de la pista cerrado, ganó (6-3 y 6-4) el partido, y se enfrentará mañana en la final a Dinara Safina, esa chica rusa que se pasó todo diciembre entrenándose en Valencia; la misma que es capaz de decirse "tonta, estúpida, tonta", en una rueda de prensa, por no ser agresiva; la chica con la que se juega el título y más cosas: quien venza será la nuevo número uno del mundo, en sustitución de la serbia Jelena Jankovic.
La final pone en juego el trono femenino, que vive en un desgobierno absoluto desde que la belga Justine Henin se retiró hace ya casi un año. El partido, además, será una oportunidad de añadirle púrpura y prestigio al puesto, hasta ahora ocupado por una tenista que nunca ha ganado un título grande, y con un tenis que le desmerecía. Puede que sea el gran momento de Safina, plata en los Juegos de Pekín. Quizás, de nuevo sea el día de Serena Williams, que no se tomó vacaciones, creyó llegar al torneo "en una forma estelar", y luego tuvo que luchar lo indecible para estar en la final.
"Mi meta no es el número uno", dijo Serena, que ya ha ocupado el puesto en dos ocasiones y vive un racha impresionante: a la caza de su décimo gran título, perdió la final de Wimbledon 2008 ante su hermana Venus, ganó el título en Estados Unidos, y de nuevo está en una final grande cuando hace poco más de año y medio se daba por agotado su recorrido.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de enero de 2009