Tiene gracia, la desgracia. O eso cabría deducir del hecho de que la pérdida de puestos de trabajo por una parte importante de nuestra ciudadanía se haya convertido en una especie de lista de éxitos al revés que los medios aireamos casi en competición. Nos hemos entregado con exceso, en el pasado reciente, a las formas del carroñero.
Informarse es llorar. Llorar inútilmente. Desemboca en la construcción, entre la realidad y nosotros, de una indiferencia cínica, basada en las estadísticas, que aterran pero no conmueven, o en los testimonios personales, que acongojan pero roban la dignidad al otorgar un tratamiento cercano a los espectáculos de la telebasura. Ahora ya hay mucha gente que se siente como una mujer maltratada al ser mal tratada también por la información: convertida en cifra o en melodrama de consumo rápido. El sistema carroñero requiere que las víctimas -producto alimenticio- sean devoradas con fiereza y sustituidas con rapidez. Mostrar los despojos es fundamental si queremos que el entretenimiento funcione, asegurarnos por un día más, por unas horas más -la precariedad nos alcanza a todos-, el público o las audiencias: la clientela. Nadie se detiene, sin embargo, a leer las entrañas de los muertos. Y posiblemente es eso lo que más falta nos hace hoy. No lectores de augurios en el sentido de los antiguos, sino auténticos licenciados anatómicos forenses que dictaminen, con autoridad filosófica, la causa del deceso. De ello vendrían remedios. Cuando escuché el lapsus de Zapatero al pronunciar un "compatibilizamos" los despidos, en vez del "contabilizamos" con el que, de inmediato, creyó reparar el asunto, no pude dejar de preguntarme si no estaremos, en realidad, todos, compatibilizando. Concordando, admitiendo. Es decir, resignándonos al hit parade inverso.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 5 de febrero de 2009