Dicen que los aires que se cuelan por los intersticios de la lava propician que los tomates que a su vera se crían sean de dulces y poderosas carnes, aunque por su tamaño y aspecto nadie diese un celemín.
El tomate que hará la magna salsa que acompaña las pastas italianas es pequeño y rojo encendido, y sus poseedores lo mantienen en el aire hasta que va perdiendo las aguas que contiene y sus carnes transformándose en azúcares.
Después de esa liturgia solo resta convertirlo en jugo, sofriéndolo de forma lenta y cadenciosa en rico aceite del olivar. A partir de ahí en Nápoles le ponen alrededor spaguettis, algunas hierbas y un tanto de queso, y crean con ello un plato universal.
En Valencia, en la Trattoria da Carlo, actúan de la misma forma y manera, que para eso son de origen y sentimiento de aquel lugar, y sirven los platos de pasta con la pureza de quien los concibió en su tierra natal.
Además, y en aras de mantener las señas de identidad de su cocina, gozan de una mozzarella de búfala de primer rango, que nada tiene que envidiar a la mismísima que sirven en la incuestionable "Mimi alla Ferrovía" napolitana, y que llena de leche el plato que la contiene cuando el cuchillo o el tenedor hacen mella en sus tejidos.
Los lunes pizza, y todos los días, verduras: crudas en ensalada o rebozadas, rellenas y fritas; mariscos y pescados cocinados a la manera italiana; sopas y potajes, de la misma suerte y según aconseje el mercado y la tradición; sabrosas croquetas, enjundiosos pulpos, embutidos importados con nombres sonoros y sabores sin pizca de pimentón.
Y para rematar algún eau de vie de la tierra, llámese grappa, blanca o teñida con el turbio color de la madera.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 29 de marzo de 2009