Sobrecogedora, ruidosísima y larga zarabanda la que orquestan Frank Castorf y la Volksbühne berlinesa en su adaptación escénica de Nord (1960, versión española en Lumen), la descarnada, sarcástica y polémica novela en la que Louis-Ferdinand Céline narró su éxodo al final de la II Guerra Mundial por una dantesca Alemania destruida huyendo del castigo que le esperaba en Francia a causa de su colaboracionismo y sus posiciones antisemitas.
El espectáculo, ofrecido anoche y el miércoles en el Teatre Lliure de Barcelona, se desarrolla en un escenario que va quedando progresivamente devastado, en el que los actores y actrices se mueven durante buena parte de la representación en calzoncillos y bragas pisando los libros de una biblioteca despanzurrada y en el que el elemento fundamental es un enorme vagón ferroviario de carga de ganado (medio de escape de los colaboracionistas en la pieza pero a la vez icono de la deportación, paradigma de la destrucción de los judíos) que se hace circular esforzadamente a brazo. La peripecia de Céline y sus acompañantes de huida, su mujer Lilí, el acteur maudit Robert Le Vigan (de lo mejor de la función), perseguido también por sus locuciones antisemitas y proalemanas en Radio París, y el gato Bébert (sospechoso ante las autoridades veterinarias del Reich por no ser de raza ni reproductivo), la escenifica Castorf como un itinerario manicomial, una verdadera danza macabra en la que no faltan escenas escalofriantes, con cadáveres alineados, que remiten a las víctimas de los bombardeos y también de los campos. El texto es chillado continuamente y punteado por ráfagas atronadoras de las metralletas MP 40 Schmeisser que portan los actores.
En la orgía de ruido y desmesura -que llevó a algunos espectadores a abandonar la sala: tres horas de función en alemán sobretitulado, sin intermedio- son reconocibles trozos del texto de Céline (y su verborrea agria y visceral), personajes y estaciones de ese vía crucis alemán (Baden-Baden, Berlín, Zornhof) que aparece en su libro. Y no se le puede negar al espectáculo que sugiere bien el mundo de corrupción, desesperación y ruina (moral y física) que describe el escritor.
La estrafalaria troupe de colaboracionistas franceses tratando de salvar el culo se mezcla con el vertedero humano de nazis, aristócratas decadentes, lunáticos, putas y morfinómanos de la Alemania al garete que se mueven como zombies, entregados a una vana y postrera orgía de sexo, degradación, angustia y oportunismo. Castorf echa mano de tres músicos que irrumpen en el escenario tocando mandolinas y trufa la acción con filmaciones -unas realizadas en directo; otras proyecciones de viejos filmes del actor Le Vigan, como Golgotha (1935), con imágenes de judíos que remiten al arquetipo antisemita-. Adereza la puesta en escena con elementos tan extravagantes como un paracaidista, que no se sabe si alude a la Resistencia o la batalla de Creta, o la omnipresente inscripción gigante Die another day.
Como sintetiza un estrafalario SS con ropas de clown: "Céline, ¡caramba!".Colaboracionistas y nazis se mueven cual zombies en un ambiente depravado
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 1 de mayo de 2009