Me declaro seguidor del Barcelona, pero a veces me cuesta ser seguidor del Barça. En esta última final de la Copa del Rey, me sentí identificado con la mirada de Keita, que dirigía hacia un lado y otro mientras sonaba el himno nacional, no entendiendo el que se abucheara el himno del país donde se celebraba el torneo. No me extraña, la situación debió de ser surrealista para un observador objetivo.
Un club que ha sabido desmarcarse de los violentos, de las críticas a los árbitros, de la especulación en el juego, no ha podido hacer lo mismo con el "catalanismo". Un pequeño lastre que hace que el equipo no termine de ganar la simpatía y más seguidores en todo el territorio nacional. Se palpaba en los medios de comunicación, aunque algunos eran claramente tendenciosos acerca de la situación creada en el momento en el que se entregaba la copa a Pujol, una celebración exacta a la que se vivió en la final de la última Eurocopa, con Casillas sujetando el trofeo en el punto más elevado que pudo encontrar, por encima de todos.
Ahora que este club vuelve a ser un ejemplo para el mundo futbolístico, creo que debería atreverse a dar el último paso que lo haga grande de verdad y no termine secuestrando la felicidad de todos sus seguidores por una excesiva pasión nacionalista. Una condena pública de esos abucheos hubiera sido para mí una victoria mayor que la que se pudo ver en el terreno de juego. Otra oportunidad perdida para demostrar que el deporte es, únicamente, deporte.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 18 de mayo de 2009