Ya no hace falta el verano para que Barcelona se llene de turistas. Ni Semana Santa, ni esos infinitos puentes que también gastan otras ciudades europeas. Barcelona es todo el año una ciudad abierta. En el metro, en los autobuses turísticos, en los restaurantes del centro, por las callejuelas del Barri Gòtic, oímos distintos idiomas. Inundan nuestros oídos sonidos indescifrables, cuya procedencia a veces apenas podemos adivinar. Acertamos con el inglés y con el francés. Casi ni reparamos en el italiano, tan incorporado lo tenemos en nuestro imaginario. Adivinaríamos el portugués si lo escucháramos más a menudo. No fallamos con el alemán. Pero ya no es lo mismo si los que están a nuestro lado hablan griego. Reconozco el finés porque la novia de mi hijo es finlandesa. Seguramente confundiría el sueco con el holandés. Con el japonés no hay problemas, obviamente. Y tantos idiomas más con los que convivimos a diario, sin excluir el quechua que habla una familia de mi rellano. ¿Por qué hago esta taxonomía lingüística? Porque ante tanta impotencia idiomática, sólo me queda un método. Un método que no es mío. Curiosamente, tengo que proceder en Barcelona ante los turistas de la misma forma que procedo como turista cuando voy a un país cuya lengua ignoro. Siguiendo sus miradas. La manera de mover las manos, si las mueven. Observo si se tocan cuando hablan, porque eso es un lenguaje. Claro que si el método no se aplica bien, suele conducir a equívocos. Hace unos días vi a una muchacha maquillándose en el metro y por ello deduje que era francesa, porque las francesas (perdonen la generalización) suelen maquillarse en el metro. Pero su catalán inmediatamente me desdijo. Cuando el filósofo alemán Walter Benjamin fue a la Unión Soviética, no hablaba ni entendía el ruso. Pero eso no le impidió conocer a sus habitantes. Y extraer singulares conclusiones que vertió en un diario. Rechazó el concurso de un intérprete. Afiló entonces su visionaria mirada sobre el alma de Moscú y se fió sólo de su método. Él le llamó el método fisonómico.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 10 de julio de 2009