La guerra de Afganistán es demagógica y demoledora. El país que la capitanea ha duplicado sus fuerzas de intervención y exige sin ambages el alineamiento de todos los países occidentales; asegura que se puede y se debe ganar la guerra, porque ya no luchamos sólo contra el terrorismo internacional; ahora defendemos -con las armas manejadas por soldados profesionales y también por exitosas empresas de seguridad privada- la democracia electiva, el libre mercado y la igualdad de oportunidades.
En definitiva, el modo de vida occidental frente a la barbarie fundamentalista del islam dirigida por la "alianza criminal entre Al Qaeda y los talibanes", cuyo fanatismo impide que los pueblos sometidos a su égida decidan soberanamente lo que más les conviene, esto es, aceptar nuestra civilizada propuesta de libre economía y reparto desigual de la riqueza a través del mercado, y mediante un Gobierno impuesto y corrupto.
Obama no ha reconocido la autoridad de la joven Corte Penal Internacional (2002) como garantía mínima de legalidad contra los desmanes de la guerra, pero a pesar de eso le hemos otorgado el liderazgo moral imprescindible para llevar a cabo esta extraña intervención militar libertadora.
Hemos renunciado a la superioridad moral que nos otorgaba el condenar todo tipo de violencia política contra el Estado o del Estado.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 18 de julio de 2009