El verano y el turismo hacen que en numerosas ciudades del litoral español la vestimenta propia del baño conquiste el asfalto. Cada vez es más frecuente que en las calles próximas a las playas gane espacio el biquini y ello resucite viejos debates que mezclan desordenada y apasionadamente moralidad, sanciones administrativas, buen gusto, derecho al nudismo y negocio. Y cómo no, Barcelona, cuna de la pugna que en siglo XIX enfrentó al incipiente naturismo libertario con el rancio orden social de la burguesía, ha vuelto a ser la ciudad que ha abierto el melón de la vestimenta.
El presidente del gremio de hoteleros, Jordi Clos, ha sugerido que el Ayuntamiento prohíba a los ciudadanos deambular en camiseta o biquini para evitar que la ciudad se degrade. Los propietarios de establecimientos de cuatro y cinco estrellas consideran que los paseantes vestidos de tal guisa dañan la imagen de la ciudad. El Ayuntamiento de Barcelona -al igual que la mayoría de ayuntamientos españoles- se niega a imponer sanciones, temeroso de sacrificar a ese becerro de oro que supone el 14% del PIB de la ciudad.
Matar al "chancletero" es un mal negocio, reflexiona el Consistorio. Y ello no deja de ser paradójico en una ciudad que prohíbe los locales de prostitución en las proximidades de iglesias, colegios o centros oficiales (un mérito innegable en una ciudad de apenas 11 kilómetros de larga); que regula la ocupación física del espacio público -una imagen de sugerentes resonancias foucaultianas-; o que sanciona a un bar con el cierre porque dos clientes fuman porros en la terraza.
La globalización y los vuelos low cost permiten la extensión de la estupidez tanto como la de la inquietud cultural. Así, la ciudad se convierte en una extraña comunión de museos abarrotados y operadores turísticos que vomitan decenas de jóvenes extranjeros danzando con penes hinchables a modo de corona sobre sus cabezas para celebrar despedidas de soltero.
Tras el dilema entre quienes pretenden imponer el buen gusto por decreto y los que rechazan poner trabas a la libertad personal sólo se esconde, a veces, una común fidelidad al becerro de oro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 19 de julio de 2009