Antes no soportaba la llegada del verano porque en la casa de al lado tenían piscina. Hacía un calor insoportable, pegajoso y de repente oías ¡splash! Era el vecino que se había tirado de cabeza al agua. Y ese sonido, el de la zambullida, me crispaba tanto como el de la taladradora de una obra. Yo en mi casa sudando la gota gorda y el de al lado fresquito, buceando.
Ahora ya me da igual porque me he dado cuenta de que tener una piscina supone una carga bastante pesada: mantenimiento, limpieza; y además, si tienes el mar cerca, es mucho mejor darse un chapuzón en la playa. Odio la arena de playa. No puedo entender cómo alguien encuentra gozoso el hecho de estar tumbado al sol durante horas sobre esa superficie ardiente y anárquica que es la arena. Cuando llevo dos minutos tomando el sol me pasa lo mismo que cuando estoy sobrio en una discoteca a las cinco de la madrugada. Pienso: ¿no estaría mejor en casa viendo una peli? Y además me cuesta mes y medio deshacerme de la arena que se me ha colado en la zapatilla.
Antes me entristecía cuando veía a las parejas maduras aburrirse. Llegaba el verano y las terrazas se llenaban de parejas sentadas sin hablarse o leyendo un libro cada uno, y pensaba que era terrible estar con la persona amada (o con quien te ha tocado compartir tu vida, sin más) y no tener nada que decir. Ahora veo el tema de otra manera, quizás es un signo de madurez por mi parte. Un silencio cómplice es maravilloso. Mucho mejor que un parloteo constante y vacío. Y llegar al nivel de confianza de poder estar leyendo a tu bola con tu esposa al lado debe ser la gloria: en realidad no hay tanto que decirse sin caer en un absurdo bucle de las mismas anécdotas, previsiones o recados.
En verano es maravilloso ir al cine. Las salas suelen estar más vacías de lo habitual y hace fresco. Muchas veces da igual la película que vayas a ver: sólo quieres una butaca cómoda y una peli aburrida para echarte la siesta. En la radio las voces veraniegas son horribles. Imagino que los locutores están de vacaciones y un puñado de becarios malpagados (o posiblemente ni siquiera pagados) leen las noticias con entonación nerviosa e irritante. Me recuerda a la época en que te cambia la voz, cuando pasas de tener voz de niño a voz adulta y estás en una fase en que suenas aflautado y desagradable.
El verano debería estar repleto de estas chorradas pero no sé por qué también en verano acontecen los sucesos más terribles. La memoria de mis veranos está llena de grandes terremotos, golpes de Estado y atentados. La trivialidad que parece invadir cada día de julio o agosto se ve interrumpida por acontecimientos que irrumpen en nuestra tontería estival. Uno se zambulle en la superficialidad y de repente le sacan a garrotazos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 31 de julio de 2009