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Crítica:cine

Juguetes irrompibles

Cuando Orson Welles definió el cine como "el tren eléctrico más caro del mundo", no podía intuir que una de las funciones futuras del blockbuster consistiría en articular aparatosas mitologías al servicio de la industria del juguete. En G. I. Joe, Stephen Sommers -todo un experto en mutar el espíritu de la serie B (y Z) en hipérbole de multisalas- propone un desvergonzado -y, probablemente, inconsciente- cruce de Cartas boca arriba (1966) -donde Jesús Franco y Jean-Claude Carrière convirtieron a Eddie Constantine en una declinación de Anacleto, el personaje de Vázquez-, Donde el mundo acaba (1969) de Inoshiro Honda -un triunfo del high camp con César Romero como creador de monstruos imposibles- y las inefables películas italianas de los Tres Supermen. Planteada como mito fundacional a la medida del pionero muñeco articulado creado por la compañía Hasbro en 1964, la película parte, en sus claves argumentales y estéticas, de la remodelación que experimentó la franquicia del juguete en 1982, bajo la influencia de la mercadotecnia galáctico de George Lucas, con la aplicación de los barnices de la ciencia-ficción y la sensibilidad pulp sobre su primigenia estética militar.

G. I. JOE

Dirección: Stephen Sommers.

Intérpretes: Christopher Eccleston, Sienna Miller, Jonathan Pryce, Dennis Quaid, Rachel Nichols. Género: ciencia-ficción. EE UU, 2009.

Duración: 118 minutos.

Con sus flash backs intempestivos para explicar los quebrantos emocionales de sus personajes y su acumulación de clichés casi folletinescos, G. I. Joe no es una película que se tome excesivamente en serio a sí misma: un perfecto antídoto dionisiaco contra tanta superproducción de género infectada de trascendencia.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 7 de agosto de 2009