La muerte de Dedo me rayó más y durante más tiempo de lo que había imaginado. A medida que pasaban los días, en vez de irse de mi cabeza, el animal okupaba en ella más espacio. Era la primera cosa, si podemos llamar cosa a un mamífero, a la que yo había cuidado. Le había dado de comer, lo había llevado al veterinario, lo había sacado a pasear, había recogido sus mierdas, limpiado sus vómitos... Y todo eso sin quererle, porque si dijera lo contrario mentiría. ¿Por qué entonces lo había hecho? Fue hacerme esta pregunta y aparecérseme mi viejo dentro de la cabeza, me cago en él, para darme una respuesta: Porque lo tenías que hacer, sentenció. Mi viejo me había dicho mil veces que la mitad de las cosas que se hacían en la vida no se hacían por gusto, sino para poderse uno mirar en el espejo. A mí lo de mirarme en el espejo me parecía una coña, pero el caso es que me levanté y me fui al cuarto de baño y estuve un rato aguantándome la mirada y al final me escupí y me fui al dormitorio y me metí en el sobre y me hice una paja. Fue una paja desesperada, una paja rabiosa, colérica, una paja que no estaba pensada para pasarlo bien, sino para sufrir. Una paja contra el mundo.
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A todo esto, llegó junio y con él mi cumpleaños (19). Mi hermana me preparó una fiesta sorpresa a la que invitó al Risas y a cuatro o cinco colegas más del instituto. El recuerdo que yo tenía del instituto era el que se tiene de una vida anterior, o sea, que estaba a años luz de mis intereses. Fue penoso volver a ver a mis colegas, todos contentos con su vida, con su polla, con su universidad, con sus novias, pero aguanté la fiesta a pie firme, con el hombre invisible dándole a los canapés y pegado a mis piernas, como con miedo a que me volatilizara. Mis colegas le gastaron cuatro o cinco bromas con el asunto de la invisibilidad y él soltó tres o cuatro risitas de compromiso. Cuando se abrieron, fui al baño y lloré un poco, no sé por qué, porque no tenía ganas, supongo que por debilidad. Luego me lavé la cara y volví al salón, donde mi hermana y el hombre invisible me dieron su regalo. Era la matrícula para un curso de cocina, a realizar en julio. No dije nada, pero me moló. Mis viejos me felicitaron por teléfono.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 18 de agosto de 2009