Al poco de que dieran las vacaciones de verano al hombre invisible, apareció un día su viejo en casa para llevárselo a Barcelona, tal como había acordado con mi hermana. Estábamos el hombre invisible y yo solos (no quiero ni verlo, había dicho mi hermana) cuando sonó el timbre. Vete a abrir, que es tu viejo, dije al hombre invisible. Vete tú, dijo él, como si no le molara verlo, y se encerró en el cuarto de baño. Así que abrí la puerta, dije hola, el otro dijo hola, pasó al salón, preguntó por su hijo. Ahora viene, dije yo, está en el baño. Mientras el hombre invisible decidía si aparecía o no, su viejo me preguntó cómo iba todo y yo le dije que bien. Luego me dio las gracias por haber ayudado al hombre invisible con los deberes durante todo el curso y yo le dije que de nada. A continuación preguntó si teníamos preparada la maleta y respondí que estaba lista. Luego miramos al techo unos segundos al cabo de los cuales se aclaró la garganta y dijo que cómo estaba mi hermana. Le dije que bien, que tenía un novio. Un jefe de su empresa, añadí, se quieren casar. El tipo hizo un gesto de asentimiento algo forzado, o eso me pareció, y yo me asomé al pasillo y di un grito al hombre invisible.
El crío me miró de un modo patético, un modo que te rompía el alma, y cuando cerré la puerta me puse a llorar
El crío se manifestó a cámara lenta. Hola, dijo sin acercarse a su viejo. Había llorado, pero hicimos como que no nos dábamos cuenta. Su viejo se acercó y le besó de un modo repugnante, tan repugnante que el hombre invisible se separó y se pasó la mano por la mejilla. Pero hicimos también como que no nos habíamos pispado. Por aliviar un poco la tensión, enumeré las cosas que habíamos metido en la maleta e insistí, como una vieja, en que los primeros días de playa le pusiera crema de la máxima protección. Tiene la piel muy sensible, añadí sin creerme lo que estaba diciendo. Por fin, tras otra eternidad dedicada a preguntas y respuestas de orden práctico, el hombre invisible y su viejo se dirigieron a la puerta y yo les acompañé y pasé al crío la mano por la cabeza, a modo de despedida, y el crío me miró de un modo patético, de un modo que te rompía el alma, y cuando cerré la puerta me puse a llorar como cuando mataron a la madre de Bambi. Puta debilidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 19 de agosto de 2009