Todo era decepcionante, todo estaba podrido, todos los bajos de las mesas tenían un moco, todos los platos de sopa un pelo. En julio fui con una ilusión acojonante al curso de cocina que mi hermana y el hombre invisible me habían regalado por mi cumpleaños y a los dos días estaba hasta los huevos. Era un sacadineros, una mierda, sabía yo más que los profes, que ponían sus manazas sobre los alimentos después de mear, sin habérselas lavado. Eso sí, nos dieron un gorro y un delantal a cada uno y el personal, una panda de oligos y de oligas, estaba encantado de disfrazarse. Te pones el uniforme de cocinero y ya eres cocinero; el de médico, y ya eres médico; el de ingeniero de minas, y ya eres ingeniero de minas... Estuve a punto de dejarlo al tercer día, pero me daba lástima por mi hermana, a quien le juré que estaba aprendiendo mucho.
Me di cuenta de que si no cocinaba a diario me volvía loco, así que empecé a congelar los platos que hacía
Para compensar, por las tardes continuaba buscando recetas y verdaderos cursos de cocina en Internet. Me di cuenta de que si no cocinaba a diario, me volvía loco, así que empecé a congelar los platos que hacía, para cuando llegara el otoño. En pocos días llené el congelador de la nevera y sugerí a mi hermana que comprara uno industrial para continuar haciendo acopio. Mi hermana me miró y dijo que si me había dado un aire, que dónde lo íbamos a meter, y yo le dije que en el trastero. Teníamos en el garaje de la casa un trastero donde entraría perfectamente, ya me había encargado de medirlo. Vete tú a saber, le dije, si este invierno, con la epidemia de gripe, no se produce un desabastecimiento general. Aquello, mira por dónde, la convenció. Lo siguiente, dijo, es hacer un refugio nuclear. Así que compramos a plazos el arcón congelador y me puse a cocinar como un demente. Por las mañanas iba al curso de los cojones y por la tarde preparaba nuevos platos, cada uno más complicado que el anterior. Los metía en unos recipientes de plástico especiales que compré por cuatro duros en la tienda de los chinos y les ponía la fecha de envase y la de caducidad, pues me había convertido también en un profesional de la congelación. En caso de apuro, pensaba, podíamos dedicarnos a la venta de aquellas delicias.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 20 de agosto de 2009