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AL CIERRE

Otoño barcelonés

Las lluvias anuncian tímidamente la llegada del otoño. Una estación a la que Vivaldi puso música. Apurarán sus habitantes hasta donde se pueda la indumentaria estival. Las sandalias (unisex) dejarán lugar lentamente a herméticos zapatos y deportivas. Camisas, americanas, chaquetas y blusas reemplazarán polos y escotes dieciochescos. Poco a poco las ventanas se irán recogiendo hacia los interiores y con ello el ruido vecinal dejará a los vencejos despedirse hasta el año próximo con sus cantos intactos.

A mí me gusta el otoño. Y no porque le haya puesto música Vivaldi. Ni algún epígono de Rubén Darío le haya dedicado algún ripio. Me gusta esencialmente por razones tan poco líricas como porque al fin me libraré de viajar en el metro con tipos (y tipas) que se hurgan los pies (me parece que para desprenderse de la arena que se les quedó adherida en las solariegas playas, pero también para rascarse sin ningún recato), con otros que viajan en bañador o el torso desnudo. Me gusta el otoño barcelonés porque de pronto descubro la otra cara de la ciudad caribeña que me parece que alguien (a rebufo del cambio climático) me quiere vender. Particularmente, por ejemplo, no me escandalizan sus prostitutas. Paso por su lado, soporto sus descaradas insinuaciones, pero nunca llegan a sublevarme tanto como esos chulescos especímenes (autóctonos y extranjeros) que jalean sus cuerpos encima de mi nariz con tanta escasez de autoexigencia estética.

Soy consciente de que para esto no hay remedio. Forma parte, la condición caribeña de Barcelona, de una operación incontrolable. Un día Barcelona decidió descubrir el Mediterráneo. Aunque mucho me temo que lo confundió con Miami Beach. El otoño, lejos de ponerme melancólico, excita mi condición barcelonesa. Me devuelve a una temperatura humana. Y a la modosidad en los gestos y al decoro en el uso y el tono de las palabras. Sus metros recuperan ese aire de urbe que no mira ningún mar. Y sus calles se van coloreando con esa resaca de sol de agosto en los rostros. Para neutralizar a los individuos que muestran sus pectorales (o sus panzas) en un autobús o en un restaurante (lo he visto), no se necesitarían ordenanzas municipales. Tema complejo, como el de las prostitutas. Mientras, me parece que con un buen otoño a tiempo, basta.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 5 de octubre de 2009