Estamos inmersos en una grave crisis económica. Creo que es hora de analizar uno de los factores que han incidido en ella, me refiero a los emolumentos de los directivos. Así como se consiguió en su momento, tras largas luchas y reivindicaciones, fijar un salario mínimo, interpretado por muchos como un ataque a la libertad de empresa y de mercado, la sociedad actual debería plantearse como un reto, conseguir ahora, después de esta crisis, fijar igualmente un salario máximo. Ya se ha demostrado que este asunto no afecta sólo a la empresa, ya que, si ésta cae, todos padecemos (o pagando de los fondos públicos, o con puestos de trabajo perdidos). La cuestión moral es ¿cuánto más vale el trabajo de un ser humano, comparado con el de otro ser humano? ¿diez veces? ¿cien veces? ¿mil veces? Seguro que habrá economistas o matemáticos que puedan cuantificar el valor de los diferentes puestos, su productividad, su incidencia en la marcha de la empresa. Creo que una de las enseñanzas de esta crisis es que la reforma laboral que se necesita es, precisamente, ésta, fijar un salario máximo real, sin enmascararlo con otras figuras, bonus o participaciones, que lo distraen del fisco.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 5 de octubre de 2009