Los grandes filántropos, incluso los meros políticos, tienen una concepción negativa del comercio. En su opinión, las relaciones mercantiles son esencialmente maléficas. En ellas alguien gana y alguien pierde. Consideran que los intercambios, si son libres y voluntarios, crean desventajas. A esta superstición se le añade otra mayor: la riqueza es una cantidad constante; ni crece ni disminuye; hay un monto tasado de recursos, repartido al principio de los tiempos con bíblica equidad, pero que debido a la codicia de unos pocos derivó en desequilibrios. Eso explica por qué personas con luz eléctrica, agua corriente, aislamiento térmico, refrigerador, televisión, ordenador y equipo de música, se denominan pobres y consideran que el mundo, especialmente el suyo, va de mal en peor.
Los defensores de estas supersticiones aplican el mismo principio a las relaciones internacionales: hay países ricos y países pobres por culpa del comercio, ya que en las relaciones libres y voluntarias alguien gana y alguien pierde (no como en los impuestos, donde seguramente todos salimos ganando). Los países ricos se lo han quitado todo a los países pobres. La riqueza no es fruto del trabajo, sino del robo. En esas ideaciones, la riqueza no se vincula con la inversión, la libertad, la paz, la propiedad, la educación o el avance tecnológico. Denominan empobrecidos a países que, paradójicamente, siempre han sido pobres, ya que consideran prioritario mantener sus prejuicios sobre la pobreza antes que enmendarla. Están tan instalados estos mitos que es inútil rebatirlos. De hecho, la escuela los difunde. Un etarra detenido hace unos meses explicaba a sus alumnos, en una escuela de Vitoria, cuánto odiaba el capitalismo. Nunca el mensajero retrató mejor el mensaje.
La globalización avanza y con ella la extensión de mayores niveles de bienestar a mayor número de países. Es imposible ignorar este fenómeno. Hace apenas medio siglo aún se limitaba a Estados Unidos y al extremo noroccidental de Europa. Ya nadie recuerda que este país, hasta anteayer, era muy pobre (por cierto, para salir de pobres, ¿en qué década emprendimos el saqueo?). Y ese avance se produce a pesar de los prejuicios que interponen desde almas cándidas, de raigambre evangélica, hasta viejos resistentes de las ideologías más atroces. Nuevos países conocen procesos de desarrollo. China, India o Brasil se han convertido en grandes potencias, otra evidencia incómoda para los que auguran un Apocalipsis de miseria a la vuelta de la esquina.
Los enemigos de la prosperidad son incansables: hace poco, en Francia, en la enésima huelga del sector público, algunos funcionarios levantaron retratos de Hugo Chávez. ¿Serviría de algo recordar que en Venezuela los supermercados están desabastecidos y aflora un 50% de inflación? No, no serviría. El sueño se prolonga, como un opio exquisito.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de octubre de 2009