Desde el más absoluto respeto quiero manifestar que me conmueven los motivos de la manifestación convocada por las asociaciones pro-vida y apoyada por la jerarquía de la Iglesia católica y movimientos sociales y políticos en contra de la ley del aborto.
La defensa de la vida en todas sus manifestaciones es una actitud que nos engrandece como seres humanos, seamos o no creyentes. No deja de sorprenderme, sin embargo, la acostumbrada desproporción en este tipo de actos entre la defensa a ultranza del nasciturus, del engendrado y no nacido, del futurible, y la habitualmente más tibia defensa de los derechos profundamente humanos de los ya nacidos, de los habitantes del presente.
Me conmueve y sorprende aún más cuando pienso en el hermano que no conocí, muerto de miseria y desnutrición, con año y medio de ¿vida?, en la madrileña y tristemente famosa cárcel de Ventas -tan magníficamente retratada por Dulce Chacón-, allá por los años cuarenta, donde las bendecidas autoridades lo recluyeron con su madre -la mía- por el delito de ser mujer, trabajadora, pobre y fiel al régimen legalmente constituido, y a él, simplemente, por ser su hijo.
Me hubiera gustado que aquella mujer, creyente, católica y republicana, y su pequeña e inocente criatura se hubieran sentido entonces reivindicados, protegidos y defendidos por los mismos representantes de las entidades que hoy, sin haberse arrepentido públicamente todavía, sin haber hecho examen de conciencia, propósito de la enmienda y la correspondiente penitencia que predican para los demás, enarbolan la bandera de una vida en la que, al parecer, aún hay diferencias de clase, condición e ideología.
Mi manifestación particular recorre las calles y plazas que guardo hoy en mi memoria, algo que ninguna ley ni una desmemoria interesada y cruel me podrán devolver.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 19 de octubre de 2009