El fiasco de la reunificación de las Iglesias romana y anglicana -finalmente, un mero corrimiento de fieles por abajo-, no debe ocultar el sueño de la unidad de los cristianos. Al fin y al cabo, todos añoran llegar al cielo, aunque por caminos distintos. Como sostuvo el poeta John Donne, "los hombres van a China tanto por los estrechos como por el cabo".
La figura de Tomás Moro, canonizado por Roma en 1935, simbolizaba esa idea, junto a Erasmo. Fueron los primeros en proponer la Reforma (en mayúscula) de las Iglesias cristianas, en pos de una pacífica reunificación. Pero Moro murió decapitado por orden de Enrique VIII. El Papa se oponía al divorcio del rey para casarse con Ana Bolena. Moro, gran canciller, también estaba en contra. Pagó, en loor de multitudes. Cuando la noticia cruzó el canal de la Mancha, Erasmo se sintió impresionado. Roma suspiró. Cuanto peor, mejor.
Erasmo llevaba años luchando por una Reforma que concitara el consenso. Era un centrista. Seguía siendo católico. Escribió a su amigo Moro: "Soportaré esta Iglesia hasta que encuentre una mejor; no navega mal quien sigue el curso medio entre dos mares". El sabio de Rotterdam había dedicado al inglés su Elogio de la locura. Fue el primer superventas y, desde los bandos en discordia, se acercaron a él como a un futuro Salomón, cuyo juicio privara de algo a cada parte en pos de una reunión definitiva.
Tres fueron las formas de religión que había en el siglo XVI en Occidente: el catolicismo papal, el cristianismo estatal (o luteranismo) y la teocracia calvinista. Cada una estaba vinculada orgánicamente con el Estado en que existía y las tres soñaban con imponerse por separado. Diferían en los métodos.
Lutero no deseaba triunfar "mediante el fuego, sino gracias a los escritos". Entre sus proposiciones, que Roma condenó, estaba la idea de que "quemar herejes contraría la voluntad del espíritu". En las otras orillas, el miedo imperaba a lomos de la Inquisición. "Vivimos en tiempos tan difíciles que es peligroso hablar o guardar silencio", escribió el gran pedagogo Luis Vives.
En ese contexto, la Iglesia anglicana, oficial en Inglaterra, navegaba entre dos aguas, como ahora. El principal obstáculo era la intransigencia papal. Nada ha cambiado.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 25 de octubre de 2009