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COLUMNA

Tarjetas

Sé que no es nada ecológico, ni lógico ni normal, pero me encantan los prospectos de ofertas con los que te atiborran los buzones. De esas que ojeas mientras subes en el ascensor y al final terminas convencido que no puedes vivir sin ese chollazo de mejillones en escabeche. Aunque no te gusten los mejillones ni el escabeche, todo es ponerse, ¿no? Es el bulle-bulle de la crisis que te hace desearlo todo.

Ahora mismo estoy que se me revienta la cartera, y no precisamente por exceso de dinero, qué va, más quisiera. Es por las malditas tarjetas.

Me acuerdo que la primera vez que me dieron un plástico de esos por ser cliente fiel (eso le dicen a todas), me hizo tanta ilusión que incluso llegué a entrar un mismo día tres veces al mismo comercio, para ver si me tocaba algo. Menos mal que ya se me ha pasado la fiebre, porque ahora te dan tarjetas hasta en la churrería. Pero es que, aparte del par de tarjetas de crédito que te coloca el banco haga o no haga falta -no sé cómo, pero te las cuelan- tengo la de la droguería de la esquina y, claro, la de la competencia también. Tengo otra que acumula puntos para viajes y, ya puestos, también la otra de puntos regalo. Siempre llevo la de la peluquería y, por si acaso, la del polideportivo, la de los zapatos del niño, la del seguro, varias de librerías, la de Osakidetza, la de la sociedad (que una nunca sabe lo que le depara el día); llevo la de los almacenes, la de Berria, la de Iberia y la de Spanair, la del súper, la del híper. Vamos, que cada vez que abro la cartera parezco alguien. Saco mis cromos y busco la adecuada al momento. Y estoy segura de que el que está detrás del mostrador piensa: "esa la tengo, esa también... humm, esa, ¿de qué será?".

Ahora mismo estoy que se me revienta la cartera; pero no por exceso de dinero, sino de tarjetas

Pero, harta de esta fidelidad consumista sin futuro, hace poco decidí vaciar la cartera e hice borrón y cuenta nueva. Por fin me sentí libre, como quien se deshace de un novio plasta, que te quiere mucho pero agobia. Libre para ir a cualquier tienda sin esperar ningún punto o sello acumulativo a cambio.

Y en ese arrebato me dejé en casa hasta el bonobus. Entonces es cuando echo de menos la tarjeta I. La de los imbéciles. Cómo me gustaría tenerla, así ahorraríamos muchas caras de eso mismo con la ilusión de que te puede caer un regalillo. Y cada semana, a la persona que más puntos consiga en su tarjeta I, le regalarían un vestido diseñado por alguna imbécil que hace reverencias medievales a los reyes, o regalarían un viaje al Parlamento valenciano o al de la Comunidad de Madrid, o le darían gratis un curso de corrupción urbanística, con lo que el agraciado podría sentirse en su salsa. Y al que no le tocase le consolaría saber que no es el más imbécil, y que siempre habrá ofertas de mejillones en escabeche.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 2 de noviembre de 2009