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COLUMNA

Identidad nacional

Podría afirmarse sin exageración ninguna que esta Comunidad ha ido perdiendo sus ya escasas señas de identidad al menos desde la época de la Transición. Y se puede añadir que la presidencia socialista de Joan Lerma no hizo otra cosa que huir del asunto a fin de no incordiar a una periodista hoy felizmente desaparecida en combate, después de haber ganado casi todas las batallas. Si retrocedemos un poco en el tiempo, bastaría con repasar la lista de los llamados los Diez de Alaquàs, destinados a constituir el primer Gobierno valenciano de la democracia, para persuadirse de que su militancia más o menos socialista estaba teñida de un, al parecer, irrenunciable nacionalismo. El problema no es tanto determinar si todo aquello obedecía más al deseo que a la realidad, es decir, si se trataba de crear las condiciones de posibilidad de un nacionalismo gobernante escorado hacia la izquierda o de asumir sin complejos lo que en más de una ocasión se tomó de forma un tanto oblicua como el irrefrenable clamor popular.

Clamor, lo que se dice clamor, jamás lo hubo, más allá del entusiasmo de cuatro intelectuales y media docena de futuros políticos, y si existió alguna vez algo parecido a la masiva demanda ciudadana del nacionalismo, jamás traspasó los límites de la reivindicación festiva y el orgullo un tanto impreciso de ser valencianos, una actitud idéntica a la que podían adoptar un extremeño o un conquense y que sólo por los pelos se manifiesta en ocasiones como algo más amplio que el simple apego a la terreta.

Las nacionalidades, o el deseo de que existan, no se imponen ni por la querencia de los gobernantes ni por las leyes de acompañamiento de los presupuestos, sino en virtud de una demanda -incluso un ansia, podríamos decir- expresada con firmeza por una mayoría de ciudadanos. Y de donde no hay, no se puede sacar otra cosa que la imposición o la ambigüedad: como había un poquito, se podía hinchar un tanto la cosa y de paso hacer como que al fin se hacía justicia con la historia, así que se apostó por la ambigüedad a falta de mimbres mejor trenzados.

Un repaso a las hemerotecas ofrece el porcentaje de votos obtenidos por las formaciones estrictamente nacionalistas en las diversas convocatorias electorales habidas desde la recuperación democrática, y distan mucho de ser alentadores. Pero nadie se desanimó, al contrario: se redoblaron esfuerzos en un proselitismo de sacristía muchas veces para terminar aceptando, sin confesarlo abiertamente, que bien, que los votantes se lo perdían, por animadversión o por ignorancia. Pero se ve que el corazón de la mayoría de ciudadanos no estaba para bromas que ni llegaban a entender claramente. Y luego llegó Zaplana y mandó parar.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 26 de noviembre de 2009