No me interesan demasiado las naciones ni sus atributos, ya sean himnos o banderas. Si nuestro paso por la tierra tuviera algún fin más o menos razonable ¿a quién se le iba a ocurrir ser un patriota catalán, sueco o de la Vall d'Uixó?. Sin embargo, el mundo está lleno de nacionalidades. Unas ya construidas y otras que viven en estado perpetuo de obras, lo que todavía resulta más latoso. Conozco a un tipo que nunca se movió de su casa y ha pertenecido a más de diez países distintos, lo cual no le ha ayudado mucho a sobrellevar la existencia. Hay gente que sólo encuentra sentido a la vida bajo una bandera. Otros, más sensatos, apuestan por el ajedrez, la guitarra española o la poesía de la experiencia, pero están en minoría. El nacionalismo es una forma de depresión más o menos profunda, nace de una carencia. Está claro que todos echamos de menos algo: una casa, la calle donde jugamos de críos, una bicicleta vieja, el libro en el que aprendimos a leer, una voz regañándonos en la cocina para que nos acabemos la merienda... Pero la patria no existe. Es un invento. Lo que existe es el lugar donde alguna vez fuimos felices. Personalmente me fastidia un rato que el Estado, la policía o María Santísima venga a meter las narices en ese lugar.
A Nicolás Sarkozy, sin embargo, le apetece profundizar en la materia. La semana pasada lanzó un debate sobre la identidad nacional de Francia. Vaya por delante que una república es una cosa muy seria, un equilibrio de derechos y obligaciones, derivados de aquella revolución ilustrada de hace un par de siglos y que además tienen el mejor himno del planeta, capaz de poner firmes hasta al enemigo, como demostró Víctor Làzslo en Casablanca. Si hay un país en el que no parece necesario reavivar el sentimiento de pertenencia es Francia, donde en la fachada de cada liceo ondea con toda naturalidad la bandera de la República. Sin embargo, el solo planteamiento de la encuesta, mosquea. Con tanto amor a La France, a cualquiera le dan ganas de proclamarse finlandés o hacerse el sueco.
De patriota, no tengo mucho futuro. Como gallega soy un desastre, como valenciana no doy el pego, como española dejo bastante que desear y como europea, tira que te va. Pese a todo, me pasa lo que a muchos de ustedes: a veces escucho a un capullo hablar de la España indivisible, y me salta en el cerebro la vena gala de Asterix; otras, escucho a un capullo hablar de la nación catalana mancillada por los castellanos, y me sale la vena españolista. En general procuro que esos incidentes no me afecten demasiado. Pero sobre todo deseo que nunca me obliguen a elegir entre unos capullos y otros.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 27 de noviembre de 2009