En la interesante serie de televisión Lie to me, un grupo de expertos privados son contratados frecuentemente por la policía para averiguar si los detenidos dicen la verdad, basándose en el análisis pormenorizado de su lenguaje gestual.
Según parece, cuando las personas mienten suelen arquear las cejas, levantar el hombro, mover el labio superior, pestañear, apartar la mirada, sonreír forzadamente, apretar las manos o metérselas en el bolsillo, dar un breve rodeo verbal antes de contestar, balbucear, o rascarse la nariz o la oreja.
Aunque en principio parezca una propuesta televisiva totalmente inocua, mi consejo es que no intenten poner en práctica sus enseñanzas. Yo lo he hecho, y, créanme, los resultados son desalentadores. Después de tres semanas tomando nota de los variados sistemas de detección del fraude usados por sus protagonistas, me he dado cuenta de que aquí todo el mundo miente.
Los políticos, claro, en primer lugar; aunque eso ya lo sospechábamos. De Cospedal, por ejemplo, pestañea mucho cuando le hacen una pregunta incómoda; Rajoy sonríe forzadamente antes de responder, elevando la mandíbula y ocultando el labio superior; Zapatero eleva los brazos a la altura de las tetillas y junta las manos; y Fernández de la Vega mira hacia la mesa y dice "eeh" varias veces a modo de prólogo. Y, naturalmente, casi todos comienzan por la expresión "mire usted", a la espera de que sus neuronas se activen. Sólo González Pons suele salir exitoso del examen. Ensaya tanto las frases antes de salir a la cámara, y se queda tan quieto frente a ella, que, de no ser por esa fotogénica sonrisa que luce, totalmente ajena a la gravedad de los hechos que denuncia, sería difícil pillarle.
Pero a mí, particularmente, lo que más me preocupa no es el lenguaje gestual de los políticos. Al fin y al cabo ello no es más que la expresión más visible de su maltrecha credibilidad. El problema de verdad está en las personas que se relacionan con uno mismo, y, aunque yo ya lo sospechaba de manera intuitiva, ahora puedo afirmar científicamente que la gente normal también miente. Y mucho.
Lo sé, porque ahora, cuando pregunto a mis alumnos si han entendido la explicación y responden que sí de manera unánime, observo que muchos se acarician la oreja, se rascan la cabeza o desvían la mirada hacia la pizarra. Ciertos colegas de profesión aseguran que les encantan mis artículos; pero es obvio que mienten porque, mientras lo dicen, alzan imperceptiblemente el hombro izquierdo o se les sube un poco la nuez a causa de la saliva que tragan involuntariamente. Incluso algunas amables lectoras que confiesan encontrarme una persona interesante, se delatan de inmediato al pestañear compulsivamente (como De Cospedal) o buscar, de repente, en el bolso alguna cosa que, por supuesto, no necesitan... Y así, sucesivamente.
O sea, que yo, que ya era algo hipocondríaco, ahora, además, me he vuelto paranoico por culpa de la maldita serie. Mi consejo, pues, es que no la vean. Y que si lo hacen, no entren en su juego. A fin de cuentas ¿para qué saber la verdad, si ello no nos hace más felices?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 1 de diciembre de 2009