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AL CIERRE

Árboles de réquiem

Resplandece la ciudad estas navidades. Pasas bajo el manto de leds de la Gran Via, entre los plátanos que lloran luz de La Rambla o junto a las lamparitas de salón de Sisí del paseo de Gràcia -cursis según el guión- y te entran ganas de comprar en la millor botiga del món. Total son cuatro días. Pero mi misión es otra. De natural melancólico por estas fechas, yo me lanzo a rendir visita a los arbolitos sostenibles de la señora Mayol, que en esta campaña han caído en desgracia y, pese a haber costado más de 200.000 euros, ya no merecen honores de centro, sino que han sidos desterrados a la oscura periferia. Alguien tenía que encargarse de aguar la fiesta.

Ahí está el primer arbolito, en la plaza de la Bonanova. Sus tecnohojas fotovoltaicas reflejan espectros gélidos bajo el pálido haz de la farola. Palpitan tenuemente las bombillitas solares en un estertor agónico, más que en un festivo arranque de vida. Los adornos pop-art de Muntaner y la cascada luminosa de la floristería junto a la iglesia casi anulan el exánime parpadeo, pero el arbolito sigue ahí, erguido, musitando su solitario memento mori.

Prosigo hasta el Parc Tecnològic Barcelona Nord, en Nou Barris, donde se ha plantado el segundo artefacto. No hay un alma por la zona. En la noche fría, el edificio de hormigón, cerrado a cal y canto, se asemeja a una lápida gigante ante la que titila el inquietante candelabro posmoderno. Me alejo despavorido del lugar para llegarme hasta Can Fabra, en Sant Andreu, donde oficialmente se ha colocado el tercer arbolito, pero las fiestas del barrio, un clamor de luz y sonido, me impiden encontrarlo, de modo que cruzo la ciudad hasta la avenida de Madrid con Carlos III, y allí, entre perfiles agresivos de acero corten, vuelvo a recogerme ante la extasiante visión gótica del tótem mortuorio.

Los dos arbolitos restantes quedan fuera del alcance de esta crónica, pues se instalarán de aquí a unos días en el Salón de la Infancia. Es un buen lugar donde reflexionar sobre el paso de la vida: nunca he sabido si el salón me produjo más tristeza cuando lo visité de niño o cuando lo hice de padre, muchos años después.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 8 de diciembre de 2009