Aprovechamos el puente de octubre para viajar a Edimburgo. La hospitalaria capital escocesa, de dimensiones contenidas -que permite descubrirla a pie- nos acogió con un tiempo magnífico, sin lluvia y con temperaturas suaves. En su castillo, una impresionante fortaleza que conviene explorar con tranquilidad, se descubren la estatua de sir Walter Scott, el famoso escritor nacido en la ciudad, y una vertiginosa escalinata circular de 287 peldaños al final de la cual espera una hermosa panorámica.
La Royal Mile es una de las calles más famosas de Escocia (declarada patrimonio mundial) y se extiende hasta el palacio de Holyroodhouse. Muy cerca, la colina de Carlton Hill también brinda magníficas vistas sobre la ciudad y el estuario de Firth. Allí arriba, un millonario decidió reproducir a escala real algunos de los monumentos más importantes de Occidente, pero se arruinó apenas iniciada la plasmación de su sueño. Como prueba de su empeño quedan la torre levantada en memoria del almirante Nelson y el National Monument, concebido como una réplica del Partenón de Atenas y del que sólo se llegaron a levantar 12 columnas.
Pero, sobre todas las cosas, me sorprendió la gran cantidad de bancos de madera que se encuentran esparcidos por todos los parques y rincones de la ciudad. Cada uno de ellos tiene su propia placa con una inscripción en memoria de un ser querido: una esposa que recuerda a su marido fallecido, huérfanos que rinden un sentido tributo a sus padres... Se dice en la ciudad que de esta forma los que se han ido no lo han hecho para siempre, porque sus almas regresan periódicamente a reconfortarse en la contemplación de la ciudad a la que tanto amaron. Y sentado tras una larga caminata en la quietud de un banco en los Jardines de Princess Street, empiezo a comprender, mientras llega a mis oídos el sonido lejano de la gaita de algún músico callejero, que hay lugares tan hermosos de los que es imposible marcharse para siempre.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 19 de diciembre de 2009