Decidí aprovechar la mudanza para reducir el exagerado volumen de mi biblioteca. De modo que empecé a llenar cajas con los libros que no deseaba conservar. Fue así como me deshice -y hay dolor ahora que lo recuerdo al escribirlo- de muchos de los títulos de mi infancia y de mi adolescencia que habían logrado sobrevivir hasta entonces. Primero, pues, lancé al vacío (¡volaban cual gallinas, las páginas extendidas, hacia la hoguera!) los títulos que consolidaron mi adicción a la lectura.
Pero no me detuve. Continué con las malas novelas que durante los últimos años se han editado en España, autóctonas y traducidas. Fueron a parar a las cajas de desecho los volúmenes producidos por Auster, Saramago, Allende, De Prada, Muñoz Molina, Grandes, el académico Pérez Reverte o Ruiz Zafón en nuestro siglo XXI. Proseguí con los libros de viaje españoles que, más allá de su calidad, siempre he creído nefastos, porque han perpetuado el cierre de fronteras, físicas y literarias: Azorín, Ortega y Gasset, Viaje a la Alcarria, las aventuras africanas de Javier Reverte, los viajes por ríos y catedrales de Julio Llamazares. Ardían sin fuego en las cajas que más tarde donaría a la biblioteca del barrio o al contenedor -dos vías complementarias para el reciclaje.
Pero no me detuve. Mientras las cajas en que debía conservar la buena literatura, la que realmente alimenta los cerebros críticos y la sensibilidad artística, continuaban vacías, las cajas de basura textual se llenaban ante mi furor inquisitorial. Doné, tiré, ardieron los clásicos, los ensayos, la poesía, los maestros, los amigos, el realismo, el vanguardismo y el afterpop. Sólo una caja, con los libros que yo he publicado, salvé de la donación y de la hoguera, pues es tan difícil la autocrítica... No obstante, quiso el azar que se perdiera durante el traslado.
El estudio en que dolorosamente escribo ahora es un estudio zen. No hay ni un solo libro. Las estanterías, no obstante, me las traje. Los anaqueles están vacíos. Como bocas abiertas. Y parecen reírse de mí como Sancho ante la penúltima necedad de su amo. Es deseable pero imposible llevar la crítica hasta sus últimas consecuencias.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 23 de diciembre de 2009