Nos las prometíamos muy felices en los años cincuenta y sesenta con el desarrollo de la aviación comercial. Los aeropuertos eran estaciones de lujo, las butacas de las aeronaves eran amplias, el pasaje sonreía y los viajeros recibían atenciones, además de comidas calientes. El sueño de volar inspiró alegres canciones que hablaban de la dulce sensación de tocar el cielo azul "volando entre nubes de tul".
Décadas después, la obsesión por la rentabilidad y, sobre todo, por la seguridad, han dado al traste con todas las ensoñaciones del pasado.
Primero fueron las compañías low cost (bajo coste), que provocaron un efecto positivo -la reducción de precios- y dos perversos -se comprobó cómo puede achicarse un pasajero para ocupar el menor espacio posible y se eliminaron las comidas calientes-. Luego llegó el miedo. El dramático impacto de dos aviones contra las Torres Gemelas en 2001 y el atentado abortado con bombas líquidas en el Reino Unido en 2006 impusieron nuevos códigos hasta convertir los aeropuertos en ordenados hormigueros donde los uniformados exigen hacer largas colas y cachean, descalzan y quitan el champú a los viajeros, que en el avión hacen contorsionismo para salir al baño o desplegar el periódico.
Pero como todo es susceptible de empeorar, el atentado fallido de Umar Farouk Abdulmutallab el pasado día 25 promete nuevas y desagradables sorpresas, como ser desnudado por un escáner y no poder usar el retrete o leer un libro en la última hora del trayecto.
Coger un avión requerirá cargarse de más paciencia todavía... O seguir soñando. Porque cortar tan drásticamente las distancias dejó en el olvido el gusto por el viaje, la aventura y las complicaciones propias de lo inesperado.
Ahora, un vuelo será mucho más largo (tres horas de antelación en el aeropuerto) y definitivamente los pasajeros, ciudadanos con derechos cuando no viajan, pasarán a ser gente sospechosa obligada a salir con bien de la aventura. Será una prueba para su paciencia, su astucia y su capacidad de continencia. El viaje volverá, en definitiva, a tener entidad por sí mismo.
Menos mal que nos queda el tren.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 4 de enero de 2010