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Editorial:

Cautela y firmeza

La propuesta española de hacer vinculantes los objetivos económicos de la UE era acertada

La Agenda de Lisboa acordada en 2000 para esbozar una política económica común en la UE llega al final de su vigencia y debe ser revisada bajo presidencia española. Todo el mundo reconoce que ha constituido un rotundo fracaso a la hora de cumplir su objetivo principal, convertir a la europea en "la economía basada en el conocimiento más competitiva y dinámica del mundo" a la altura de 2010.

Los principales compromisos para lograrlo, salvo en parte la extensión de Internet, han sido un fiasco. La promesa de los Gobiernos de invertir en I+D un 3% del PIB se ha quedado en un 1,8%, a distancia de EE UU. Y la de incluir al 70% de los europeos en el mercado de trabajo, pues sólo alcanzan el 65,5%. Por no hablar de la reducción de la tasa de paro por debajo del 10%.

Tres son las razones del revés. Más que un programa, la Agenda amalgamó precipitadamente medidas arrinconadas en un catálogo desarticulado. No se otorgó a la Comisión un papel determinante en su ejecución y vigilancia, fiándolo todo a los Gobiernos. Y no se instrumentó un procedimiento de incentivos, correcciones y, en el límite, sanciones a los incumplidores. Claves todas ellas que sí forman parte de las políticas comunitarias que exhiben resultados.

Por eso, la idea española de introducir al menos esas enmiendas en el nuevo plan económico a largo plazo era acertada, aunque fuese de menor trascendencia que un muy difícil plan de choque a corto plazo para salir de la crisis y reactivar el empleo. La crítica debiera venir más bien de que se anunciaron por el presidente Zapatero previamente a las ideas, aún no desveladas, sobre el contenido concreto de las medidas a adoptar. Los objetivos debieran ir antes que los procedimientos para garantizar su logro. También una autocrítica de España por ser uno de los países más incumplidores de la vieja Agenda, habría dotado a la propuesta de mayor vigor y credibilidad.

Lo peor es que ante el primer recelo alemán, el Gobierno ha reculado: en el discurso sobre las sanciones, esperemos que no en lo que éste simboliza, desaparece la voluntad de optar por un programa económico vinculante. Se sabía que Alemania vive el reverso de la era integracionista de Helmut Kohl, y más ahora con ministros liberales. Y que en el Reino Unido dotar de más poder a la Comisión suena a herejía. Por eso convenía cautela y firmeza.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 15 de enero de 2010