En su famosa dedicatoria de La isla del tesoro, bajo el epígrafe de "Para el comprador indeciso", Robert L. Stevenson escribe: "Si los cuentos que narran los marinos, hablando de temporales y aventuras, de sus amores y sus odios, de barcos, islas, perdidos Robinsones, y bucaneros y enterrados tesoros, y todas las viejas historias, contadas una vez más de la misma forma que siempre se contaron, encantan todavía, como hicieron conmigo, a los sensatos jóvenes de hoy...".
Es difícil encontrar una mejor definición de lo que significan los grandes libros de aventuras, los clásicos a los que es imposible no volver una y otra vez, porque se quedan flotando en la mente en forma de imágenes y de palabras. "Que yo pueda dormir el sueño eterno con todos mis piratas, junto a la tumba donde yacen ellos y sus sueños", termina Stevenson los inolvidables versos de esta canción inaugural de la literatura de aventuras.
Todos hemos dormido durante años con esos piratas, esos Robinsones, con Ben-Hur y con Huckleberry Finn, Sandokan y D'Artagnan, con Watson y Holmes, hemos buscado las huellas de Viernes en una playa y nos hemos enfrentado al sheriff en el bosque de Sherwood. Son personajes que pertenecen a un lugar más profundo y real que nuestra memoria: forman parte de nuestra vida, porque hemos podido tocarlos con nuestras manos.
Varias generaciones de españoles tuvieron su primer contacto con aquellos clásicos a través de la colección de tebeos Joyas literarias juveniles, que recreaban con un trazo sencillo y estupendas reconstrucciones gráficas las mejores novelas de aventuras de la literatura universal. Para muchos entrar en contacto con esos volúmenes es lo más parecido a una magdalena proustiana: surgen de repente lecturas bajo las sábanas en días de enfermedad, domingos de lluvia y frío, los intercambios librescos con los colegas del barrio.
La primera entrega de Joyas literarias juveniles es gratis y el resto a 0,80 euros los sábados.
Mirar las portadas de aquellas Joyas, que se editaron en los años setenta y ochenta y se reeditaron hace un par de años en ediciones de quiosco, es contemplar lo que ocurre al otro lado del espejo: sus inconfundibles dibujos, el título de la obra, los colores, el sello redondo de la colección. Una vez superadas las oleadas de nostalgia -y no resulta nada fácil, sobre todo para aquellos que crecieron con ellas, que todavía conservan los viejos volúmenes descascarillados y anotados-, emerge un trabajo muy bien hecho y nada sencillo. Porque convertir en tebeos obras tan complejas como Moby Dick, Los tres mosqueteros, Robinson Crusoe o Oliver Twist o tan aparentemente sencillas como La isla del tesoro, Sandokan o La cabaña del tío Tom no es sencillo. Es una labor de artesanos, que consigue mantener la fidelidad a la literatura, a los recuerdos, a la infancia. En este universo tan rápido en el que vivimos y crecemos, con dibujos sofisticados y todo tipo de juegos interactivos, estos viejos tebeos representan una isla del tesoro del recuerdo, un viaje a los confines de la infancia, al aprendizaje de la literatura, un lugar en el que refugiarse con todos los piratas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 17 de enero de 2010