De no existir este desdén olímpico hacia los profesionales de la docencia por parte de los líderes políticos, nos ahorraríamos estas intermitentes oleadas de declaraciones y despropósitos en torno a la reforma educativa.
En base a mi propia experiencia como profesor y a los comentarios que oigo a mis compañeros de trabajo, aquélla, la reforma educativa, debe ser una de las prioridades del calendario político. Es evidente que el modelo impulsado por la LOGSE se ha saldado con un sonoro fracaso, más allá de las innegables buenas intenciones que anidaban en ellas.
Y es evidente, asimismo, que mientras persista la doble red de escuelas concertadas y públicas, ambas sostenidas por fondos públicos pero con un trato tan desigual por parte de las administraciones políticas (innecesario decir cuál de ellas goza de las bendiciones y el apoyo más o menos explícito de nuestros dirigentes), se estará degradando un pilar esencial del Estado de derecho, cual es el de acceder en condiciones de igualdad a un sistema educativo que propicie la movilidad social y favorezca la integración de los más desfavorecidos.
A muchos, con independencia de nuestras tendencias ideológicas, nos parece bien la reducción en un año de la ESO y la ampliación del Bachillerato, así como adelantar en un año, a los 15, la posibilidad de elegir entre Bachillerato y FP. Quienes desde el buenismo estéril insisten en la importancia de que haya un solo itinerario hasta los 16 años ignoran por completo la situación real de las aulas, con chicos que parecen estar cumpliendo una condena a la espera de la cifra mágica que les permita poner pies en polvorosa.
Claro que en absoluto se trata de, como sugiere Mariano Rajoy, clasificar a los alumnos en buenos y malos. De lo que se trata es de crear una Formación Profesional que haga honor a su nombre y que conceda una posibilidad real de aprendizaje a quienes no tienen entre sus expectativas ni ambiciones cursar una carrera universitaria.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 5 de febrero de 2010