Son como niños las personas. Ahora de lo que habla todo el mundo es de las visitas al Rey. Salen de las visitas y enseguida cuentan a qué fueron. El líder de la UGT dijo que le había llevado, como regalo, un documento de conciliación entre empresarios y trabajadores. Antes, la gente iba a ver al Rey y guardaba silencio. Parecía que ese silencio era la marca de la transición. Pero es que ahora van para contarlo. Un escritor dejó un viaje al Ártico para cumplir con una audiencia en La Zarzuela, y cuando el Rey lo vio lo abrazó muy efusivamente: "¡Cuánto te agradezco que hayas venido, dejando a un lado ese viaje tan importante!". Conmovido, el escritor le respondió al Monarca: "Majestad, ¿puedo ir a contar esto que me ha dicho al Café Gijón?". "¡Y para qué quieres contar eso en Gijón!", replicó don Juan Carlos, que no había escuchado bien la pregunta.
Hace nada, Cayo Lara, el líder de Izquierda Unida, fue a ver al Rey, y éste le explicó que no podía intermediar en el asunto de la saharaui Aminetu Haidar porque el Gobierno "no lo considera oportuno". Por la rapidez con que circuló la noticia, por la Red y por las televisiones, daba la impresión de que Cayo Lara lo contó por SMS antes incluso de salir del despacho real.
Lo cuentan todo. Y, claro, el Rey ahora está en todos los telediarios como materia de cotilleo político. Recibe a alguien, y ya es carne de noticia lo que dice. Estamos inaugurando la Monarquía Transparente. Ayer le preguntó Montse Domínguez en la SER a José Bono, el presidente del Congreso, sobre esta última actuación mediadora de don Juan Carlos, y el político dijo que no era correcto revelar quiénes iban o quiénes no iban a La Zarzuela. Pero, como son como niños, de inmediato se lanzó Bono a explicar la frecuencia vertiginosa con la que habla con don Juan Carlos. "Es que el Rey me llama", oí que decía.
Este partido de tenis entre Zapatero y Rajoy necesitaba un árbitro, y ahí está, es el Rey. Con tanta información sobre lo que hace el árbitro, a lo mejor los espectadores se olvidan de la esencia del partido y el presidente y su opuesto se olvidan también de sí mismos. El problema aquí es que la tradición dice que la culpa es siempre de los árbitros.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 14 de febrero de 2010