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COLUMNA

Dios es un novelista frustrado

"Dios es un novelista frustrado", afirmaba el escritor Richard Price en una entrevista concedida a este periódico hace unos días. Lo dijo como de pasada, sin explicarlo ni venir muy a cuento. Pero, claro, una frase como ésa está pidiendo a gritos ser titular, y a esa categoría lo elevó el periodista que le hizo la entrevista. Y yo misma, ya ven. Y eso que no termino de entender en qué sentido lo decía el novelista neoyorquino, ni si tiene alguno. De hecho, sigo dándole vueltas.

En principio, pareciera que es el menos frustrado de los escritores posibles. Sus obras son los mayores best sellers de la historia: la Torà, la Biblia o el Corán, entre otros, son en conjunto los más traducidos, distribuidos, publicitados, leídos y hasta aprendidos de memoria. Podríamos decir que ha conseguido sobradamente la inmortalidad gracias a ellos, si no fuera porque, por definición, ya era sobradamente inmortal de antemano. No es que los haya escrito de su propio puño y letra, claro, pero digamos que habría llevado a cabo una memorable labor de inspiración y coordinación de un inmenso ejército de negros que trabajarían para él. Tomemos la Biblia, escrita a lo largo de unos mil años, nada menos, por cientos de manos y, sin embargo, con una coherencia argumental impresionante: comienza relatando el origen del mundo (el Génesis) y acaba avanzando cómo será su final (el Apocalipsis); en medio, todas las historias y las aventuras imaginables, que deberían servir como ejemplo, escarmiento y modelo de las historias y aventuras de sus fieles lectores. Sin duda, eso sí, con una estructura y un cierre demasiado redondos para lo que se tercia en la literatura contemporánea que, en general, prefiere los finales más abiertos, ambiguos o realistas.

Pero supongamos que, como sostienen los creyentes, es además en buena parte el autor de la novela de nuestra vida y de las vidas de los demás, componiendo con tinta invisible, pero indeleble, sin descanso ni fin, una infinita novela coral. Probablemente aquí rechistarían las principales tradiciones religiosas: el libre albedrío, graciosa columnista, no se olvide de que existe el libre albedrío. Muy bien, entonces el autor habría establecido unas condiciones narrativas básicas: mortalidad, moralidad, libre albedrío, que tendrían que regir para todos sus personajes. Y éstos irían por aquí y por allá, haciendo y deshaciendo "llenos de ruido y furia" sus vidas, independientes de la voluntad de su creador. Y así es, en efecto, como se escriben generalmente las novelas, según relatan los propios escritores: el personaje cobra vida propia, el autor le sigue sin saber a dónde le llevará, etcétera. Y al final, Flaubert llora cuando se muere Emma Bovary. Ni siquiera él ha podido evitar su muerte. ¿Llorará también Dios por el sufrimiento y la muerte de cada uno de nosotros? ¿Se considerará él también, de alguna forma, un novelista frustrado?

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 24 de febrero de 2010