La comida popular se desliza hacia otras culturas. Pese a una cierta reivindicación de última hora, a un destello de repunte, el plato de cuchara de nuestros ancestros se ve arrollado y sometido por otras formas de alimentarse, que basan su éxito en el ajustado precio, en la fácil y rápida preparación y consumo, y también en los sustanciosos y nada sutiles sabores que la definen.
Así tenemos la cocina china, que en nuestras latitudes está plena de glutamatos -que dicen genera el quinto sabor conocido, el umami- y otros productos que soflaman el paladar; es ya un histórico, que acompaña cualquier evento televisivo en la paz del hogar sin más que bajar a la esquina o pulsar la tecla del teléfono.
O la italiana, que ha prestado su tradición con la pasta que sale del trigo para que algunas cadenas, no transalpinas sino transoceánicas, nos atiborren a masa de pan con queso fundido y cualesquiera producto de bajo precio, burdo sabor y altas calorías.
La genuina americana, que tiene en la hamburguesa de multinacional su representante más señera, la cual mezcla grasas por doquier, y las pasa por la plancha, creando adicciones palatales de difícil control y problemática salubridad.
Y desde hace poco tiempo la cocina turca, el döner kebab en su versión occidental, que acumula en un pan de pita y finas lascas de carne de vacuno, cordero, pollo, o cualquier otro animal que se preste -de grado o a la fuerza- a ser asado en un torno y mezclado con ingentes cantidades de verduras y suculentas salsas -y en algunas ocasiones, patatas fritas o queso- llenas de aceite, lo cual les confiere la abundante sabrosura que comentábamos.
A la vista de estas dramáticas recetas culinarias nos debemos preguntar qué extrañas y poderosas razones han logrado arrinconar ante estos competidores nuestro tradicional y nunca denostado bocadillo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 28 de febrero de 2010