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COLUMNA

Infancia robada

A diario (o casi) los medios nos hablan de algún caso de maltrato infantil, generalmente en forma de abusos sexuales. Redes de pedófilos que son apresados después de ser rastreados por Internet, escándalos de pederastia dentro de la Iglesia católica, abusos a menores en una especie de escuela-secta de kárate... Y así, día tras día. ¿No les da la impresión de que se habla de ello más que nunca, de que ese problema nunca había estado tan presente como ahora? Y la primera pregunta que nos viene es: ¿es que ha crecido el número de pederastas? ¿O es que, ahora, simplemente se denuncia más, se persigue más, hay una mayor sensibilidad social? (La misma pregunta que nos hacemos respecto a la violencia contra las mujeres.)

Obviamente, los únicos estudios que existen al respecto son contemporáneos. En principio no hay base científica para comparar con décadas anteriores, aunque los datos del presente ya son suficientemente reveladores: entre un 20-25 % de mujeres y un 10-15 % de hombres españoles confesaron, según diversos estudios, haber sufrido abusos sexuales en la infancia. El perfil de la víctima es, en el 80 % de los casos, el de una niña de 6 a 15 años; mientras el agresor es un varón (86%), en casi el 70% de los casos el padre u otro familiar.

Los niños. Esos seres dependientes que necesitan atención, protección, cariño, seguridad. Aterra imaginarse lo que millones de ellos sufren en tantos países: esclavitud infantil, trabajo infantil, prostitución infantil... la vida más cruda imaginable. Nosotros, los países suertudos del primer mundo, hemos superado en gran medida esa etapa terrible: les reconocemos derechos (sanidad, educación...); pero, en la esfera privada, íntima, siguen siendo los mismos seres vulnerables, manipulables, explotables. La víctima propicia para los depredadores.

Partamos de la hipótesis (sólo una hipótesis) de que el número de pedófilos (de los que sienten una atracción sexual por los menores) se mantiene más o menos constante, mientras el número de pederastas (de los que consuman esa atracción) varía según las circunstancias: según las ocasiones que se les presenten, y según haya una mayor tolerancia y permisividad social, una mayor impunidad. Estos días se ha discutido sobre si el celibato sacerdotal lo propulsa, por ejemplo; si lo hacen igualmente las nuevas tecnologías, como Internet; o las facilidades del turismo sexual. Pero deberíamos preguntarnos además si hay suficiente conciencia en la sociedad para tratar estos abusos con la seriedad que se merecen, sin rebajar sus efectos con la excusa de la libertad sexual; si hay suficiente conciencia para denunciarlos cuando el abusador es un familiar cercano y la denuncia de tal mancha familiar resulta especialmente dolorosa. De todo ello dependerá que descienda el número de pederastas. De que entre todos achiquemos los espacios de impunidad para los ladrones de infancia.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 24 de marzo de 2010