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COLUMNA

Cristiano

Alguien me aseguraba haber sido testigo en Inglaterra de cómo Cristiano Ronaldo, después de un remate de cabeza, se dirigió como un poseso hacia el banquillo para que le arreglaran el peinado y le engominaran convenientemente. Juraba que no era un chiste. Y era reconfortante creer que era cierto. Que este individuo con pinta de macarra de lujo, ese ganador arrogante y el culto que profesa a su imagen eran capaces de fatuidad tan estúpida.

Después de observar en vivo y en directo suficientes veces la actitud de este hombre en el campo de fútbol constatas que su mayor empeño no es cultivar una imagen sino la profesionalidad. Es un guerrero permanentemente entregado a su causa, es un toro de casta que crea permanente espectáculo con su presencia y terror en sus embestidas, posee orgullo y honor, es un lujo para el fútbol. No es fácil que despierte cariño, pero es imposible no respetarle y admirarle haciendo su trabajo, intentando siempre dotarlo de arte, empeñado en algo tan legítimo como ganar.

Aunque este superdotado gladiador tapone sus oídos y sepa que entra en el precio de la entrada, debe de ser cansino que el público coree obsesivamente que tu madre es puta cada vez que se desplaza en el Bernabéu. Y está en su derecho al deducir y expresar que los que le agravian sistemáticamente pertenecen al temible reino de los tontos. O al crujir con querellas al zoológico hepático que le calumnia en público achacándole la responsabilidad del fracaso de su equipo en el clásico porque el muy frívolo estuvo de fiesta antes y después de la batalla más trascendente.

Ir al estadio exclusivamente para vomitar hiel, celebrar que lesionen a los rivales (qué asco ver la celebración de los espectadores cercanos en la infame patada de Sergio Ramos a Messi), asustar a los niños al constatar estos que el modélico padre se transforma en un orangután que lanza espuma por su exterminadora boca, volcar tu odio y tus traumas sobre un enemigo imaginario, no forma parte de las esencias y los rituales del fútbol, sino de su excrecencia. No es pasión, no es folclore, no es desahogo. Es violencia sin causa, es demencia alarmantemente extendida.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de abril de 2010