Ha visto la película en unas treinta y siete ocasiones, aproximadamente. Pero esta vez, cuando el cachorro de león se acerca a olisquear el cuerpo inerte de su padre, reclamando su atención en vano, el niño se pone de pronto muy serio, muy recto en la silla. Y de golpe y porrazo se abre la pequeña trampilla que deja paso a los grandes interrogantes:
-¿Por qué no despierta? ¿Qué pasa?
-Se ha muerto -dice la madre, que hojea dominicales en el sofá.
-Se ha muerto -repite el niño, preocupado, intuyendo que se trata de algo grave, algo quizá irreversible-. ¿Y ahora qué?
La madre cierra el dominical. En la pantalla el cachorro se tumba junto al cadáver de su padre, comprendiendo también que, aunque su cuerpo siga allí, cálido y aún protector, ya no puede verle ni oírle. Y se acurruca junto a él desamparado y triste, tal vez haciéndose la misma pregunta: ¿Y ahora qué?
-Ahora nada -dice la madre-. Se ha muerto. Ya está.
El niño la mira. Sus pupilas tiemblan como en los dibujos animados; dibujos en los que va aprendiendo, entre otras cosas, los misterios de la vida y de la muerte.
-Ya está, ¿dónde? ¿Dónde está? ¿Adónde va?
Grandes preguntas. La madre deja el dominical a un lado y mira por la ventana.
-Pues... no está. Ya no está, ni va a ninguna parte.
Preguntas y respuestas aterran al niño por igual. Preguntas y respuestas enormes, inabarcables. Parece tan angustiado por la suerte del cachorro y de su padre, tendidos uno junto al otro bajo la noche estrellada, juntos y sin embargo separados, para siempre separados, que la madre cree llegado el momento de dejar de ser realista:
-Bueno, tal vez nazca de nuevo bajo otra forma y puedan volver a encontrarse, tal vez se reencarne en nube, en trucha, en abeja... Quién sabe.
-¿Quién sabe?
Si la madre sabe, no se lo dice. Lo que le dice es que mañana hay que ir al cole y es hora de acostarse. El niño se va a la cama abrumado por la información. Ha adquirido de pronto la conciencia del fin de las cosas, y en el abismo oscuro flotan palabras de vértigo: muerte, nada, ninguna parte. Al rato, la madre oye sollozos en la habitación del niño y prende la luz.
-Y yo si me reencarno en teléfono... -llora, desconsolado-, ¿entonces qué!
Por fortuna, el temor a reencarnarse en teléfono ofrece una solución lógica a la que la madre se aferra al vuelo. Si se reencarna en teléfono, dice, siempre puede llamarla y ella irá a buscarle a donde sea. El niño le hace prometérselo y eso le calma. Y se duerme con el ceño fruncido. Esta vez, la que no va a pegar ojo en toda la noche será ella.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 28 de abril de 2010