No es lo corriente que la Estrategia Nacional de Seguridad, la doctrina exterior sobre su mandato que cada presidente estadounidense envía por ley al Congreso desde 1986, sea una lectura absorbente. En el caso de Obama, sus 52 folios representan una clara ruptura con los objetivos formulados por su predecesor George W. Bush el año siguiente al del 11-S. Aunque solo fuera por eso, habría que dar la bienvenida a un documento que intenta conciliar el idealismo del Obama candidato a la Casa Blanca y las crudas realidades que el mundo ha puesto ante los ojos del presidente en su escaso año y medio de mandato.
Probablemente sus conceptos más destacables sean que, pese a su indiscutible liderazgo militar, EE UU debe asumir que emergen competidores con los que será necesario entenderse. Y que, a diferencia de la visión imperial de Bush, la superpotencia castigada por la crisis económica y con dos guerras entre manos (Irak y Afganistán) ni puede ni debe ir sola por el mundo tapando huecos. Se impone retornar a la cooperación con las instituciones internacionales, ampliar las alianzas (China, India) más allá de los socios tradicionales y privilegiar el compromiso diplomático en caso de conflicto. Washington no cree ya ni en el unilateralismo (salvo como último recurso) ni en la guerra preventiva que sirviera de comodín al presidente anterior. Obama identifica a Al Qaeda y sus acólitos internacionales como el enemigo clave a batir.
La nueva doctrina supone una oportuna cura de realismo en un mundo progresivamente multipolar. Con ella, las prioridades de EE UU aterrizan y se hacen más decentes que las preconizadas por George W. Bush. Pero el documento remitido por Obama al Congreso es solo eso, un guión de intenciones, no un proyecto vinculante. Serán finalmente los actos del presidente, no sus palabras, los que definan cómo afronta los retos de seguridad de EE UU. Y ahí está casi todo por escribir.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 29 de mayo de 2010