No se recuerda que un candidato presidencial haya perdido en Colombia una segunda vuelta con casi el 47% de los sufragios en la primera. Y si la diferencia con el segundo aspirante es de 25 puntos, la cosa parece ya más que bendecida.
Juan Manuel Santos Calderón, ex ministro de Defensa y delfín del presidente Álvaro Uribe, tan conservador como su ex jefe, se diría que ha desmentido a las encuestas que auguraban un codo a codo con el candidato de la oposición Antanas Mockus, exitoso ex alcalde de Bogotá y profesor universitario. Pero quizá no tanto. El voto del hijo de inmigrantes lituanos ha sido fundamentalmente urbano y en la ciudad mucha gente responde que votaría a fulano de tal y luego se va al campo a pasar el domingo. Es en el medio rural donde el voto es seguro, y ese ha sido del candidato oficialista.
Pero el vencedor simbólico ha sido Uribe. Sin su padrinazgo, Santos lo habría tenido mucho más difícil; sus votos llevan por ello la U de Uribe grabada a fuego, e incluso algunos de los de Mockus vienen de un uribismo que detesta las irregularidades y desafueros, quizá no responsabilidad directa del presidente colombiano, pero que tiznan gravísimamente los dos mandatos del líder aún en activo y enormemente popular. No es exagerado decir, por ello, que ese cuarenta y tantos por ciento que suele votar en Colombia valora más la victoria sobre la criminal guerrilla de las FARC que los llamados falsos positivos, los más de 2.000 campesinos a los que los militares dieron muerte para hacerlos pasar por guerrilleros y acumular, así, condecoraciones y recompensas.
El uribismo ha triunfado en unas elecciones cuya primera vuelta ha sido ejemplar para los estándares latinoamericanos. Pero que nadie prometa nada. Los presidentes colombianos se toman a sí mismos muy en serio, y no están a las órdenes de ningún ex, por mucha tutoría que este haya ejercido sobre ellos. El más que probable Gobierno de Santos será verosímilmente neoliberal, acendradamente pronorteamericano y tratará de rematar a la infausta guerrilla, pero también santista. Uribe ha destruido lo que quedaba del viejo sistema de partidos, con liberales y conservadores caídos a cifras abisales. Por el bien del país, el nuevo presidente debería obrar por la reconstrucción de ese andamiaje, aunque en clave de modernidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 2 de junio de 2010