Rafael Nadal ya había hecho historia. No necesitaba para ello ganar el domingo en París su séptimo Grand Slam, su quinto Roland Garros, volver a ser el número uno del tenis mundial. Antes de que a los 24 años cumplidos en esas mismas pistas francesas añadiera otro episodio a su proeza, ya era uno de los grandes de la historia del deporte español, junto con el ciclista Miguel Indurain, el jugador de baloncesto Pau Gasol y algún otro sobre el que sería más peliagudo ponerse de acuerdo. Lo que hizo el mallorquín fue coronar una carrera no solo dominada por el talento, la voluntad y la fuerza, sino mostrarnos en qué consiste la grandeza.
Entrevistado tras vencer en Roland Garros sin perder un solo set en todo el torneo, seguía siendo un joven manacorense, sencillo, discreto, humilde, todo lo contraindicado para convertirse, como tantos otros que han conocido la efímera gloria de la hazaña deportiva, hoy en un exhibicionista, mañana en un juguete roto.
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Cuando pierde, y nadie puede dudar de que le quema el alma, no busca excusas. Fatiga oír cómo, con la complicidad palurda de algunos periodistas, tantos atlantes derrotados recurren a lesiones, calendarios imposibles, balones desinflados e idus aviesos para justificar su insuficiente fortuna en la cancha.
Se había dicho que la final de Roland Garros iba a ser una revancha, la oportunidad de derrotar al sueco Robin Soderling, que le apeó del torneo en cuartos de final de 2009. Y no fue nada de eso; Rafael Nadal no necesita vengarse de nadie; gana partidos por la satisfacción de la obra bien hecha -su victoria contra el escandinavo fue una filigrana de inteligencia, tacto y resolución- y por el pundonor de quien sabe que ha nacido para hacer del deporte una de las Bellas Artes.
El excepcional deportista español agradeció el domingo al público de París un apoyo que no siempre tuvo y este acabó rindiéndosele en ovación cerrada. Lo hizo primero en inglés; tuvo el acierto de armarse de un francés que por lo casero no era menos entrañable, y coronó en castellano la dedicatoria de una vida. Cuando Rafa Nadal juega es inconmensurable; como persona, más grande todavía.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 8 de junio de 2010