Tengo frente a mí una foto de Marilyn Monroe leyendo un libro. Es el mítico Ulises. Saber eso me tranquiliza enormemente. Mitiga mi enfermiza curiosidad bibliográfica. Si dicho título no fuera todo lo visible que es en la inmortal foto, yo intentaría hasta el infinito descifrarlo. Podría en esa circunstancia imaginarme el lector armado de una potente lupa para despejar el misterio. Son los misterios ante los cuales me rebelo. Me pasa en las librerías y en el metro. En las primeras persigo con la mirada el libro que el ocasional cliente porta entre manos. Me pasó hace unos meses en una librería de Barcelona. Un famoso entrenador de baloncesto iba de mesa en mesa indeciso. Se detenía en la de novela extranjera, acariciaba un ejemplar, consultaba su contraportada y lo hojeaba hasta abandonarlo. Luego pasaba a la de novela española. Y también catalana, cosa que me sorprendió, siendo el entrenador famoso vecino de Madrid. Mientras el entrenador cultivaba el sano arte de la disyuntiva libresca, yo iba detrás de él poseído como de una incontrolable manía detectivesca. Al fin se detuvo y acarició El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, y un libro de relatos de Juan José Millás. Los dejó para mi desesperación, se alejó unos instantes, y como si escuchara un ruego anónimo de que se los quedara, que no le iban a decepcionar, volvió sobre sus pasos, cogió los libros y se dirigió a la caja. Misión cumplida, pensé. Mi misión, claro. En el metro se repite la ridícula operación. Esa pulsión persecutoria digna del insondable protagonista de El hombre de las multitudes, de Edgar Allan Poe. Una mujer lee un libro. Como está sentada, el título lo esconde su confortable posición. Urdo un mecanismo de indagación. Se me ocurre uno rupestre. Hago como que se me cae un objeto al suelo. Me agacho intentando el resultado ansiado justo cuando la mujer levanta la vista de su concentrada lectura y se cruza con la mía. Es evidente que su mirada me acusa de querer mirarle microscópicamente las piernas. ¡Dios mío, trágame tierra! Retirada rauda pero con el objetivo alcanzado: una novela de Agatha Christie. Siempre he pensado en mi actitud. A veces me parece que no soy el único. ¿Almas lectoras en busca de su semejante? Mientras espero la improbable respuesta, reparo en Marilyn. Observo que el Ulises que lee, como si de ello dependiera la clave de su destino, no está abierto por la mitad, como sucede en las fotos postizas. Su mirada casi infantil está posada sobre el monólogo final. Las páginas donde Molly Bloom dice sí. Nos dice sí.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 28 de julio de 2010