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Crítica:AIRBENDER, EL ÚLTIMO GUERRERO | cine

La soledad del héroe

Desde que el éxito de Akira (1988), de Katshuhiro Otomo, abriera, de una vez por todas, las puertas de los mercados occidentales al manga y al anime, ambos medios han calado tan hondo en la sensibilidad adolescente que no ha tardado en manifestarse una contraofensiva mimética. En ocasiones, el manga occidental no ha sido más que la sincera forma de expresión de nuevos creadores formados en la lectura y fascinación de dicha estética. En otros casos, el manga o el anime de síntesis son fruto del cálculo corporativo, empeñado en formular su propio sucedáneo de los sucesivos fenómenos globales generados por la cultura popular nipona. Una serie de animación televisiva como Avatar: The Last Airbender, creada por Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko en 2005 para la cadena televisiva Nickelodeon, pertenece a esta última categoría: un falso anime.

AIRBENDER, EL ÚLTIMO GUERRERO

Dirección: M. Night Shyamalan.

Intérpretes: Noah Ringer, Dev Patel, Nicola Peltz, Jackson Rathbone, Shaun Toub, Aasif Mandvi.

Género: fantasía. EE UU, 2010.

Duración: 103 minutos.

Muchos han interpretado que M. Night Shyamalan asuma la adaptación cinematográfica de la serie, en forma de trilogía cinematográfica, como una estrategia de supervivencia, un punto y aparte en lo que parecía ser un obcecado camino hacia el aislamiento y el irreparable extrañamiento del público. Fascinante anomalía en el cine-espectáculo americano, Shyamalan no renuncia en este trabajo a su estilo: su refinadísimo sentido de la puesta en escena transforma aquí algunos códigos del cine de artes marciales, reformulándolos como ensimismado ejercicio sobre la concentración y la soledad del héroe. Con todo, Airbender, el último guerrero proporciona una experiencia más cercana a la de contemplar unas ruinas fascinantes que a la del deslumbramiento.

La película se resiente de su apresurada costumización al 3D y parece evidenciar rastros de un conflictivo paso por la sala de montaje. Quedan, eso sí, abundantes momentos en que las debilidades narrativas y el discutible carisma del reparto son elevados por la forma, auténtica fortaleza de un cineasta que, paradójicamente, alcanzó la fama a través de un eficaz truco de guión -el desenlace de El sexto sentido (1999)- que sigue pasándole factura.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 6 de agosto de 2010