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COLUMNA

Origen

Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro. No sé quién dijo una verdad tan grande, pero algo parecido sentí el otro día en el cine viendo Origen, la última superproducción de Christopher Nolan, protagonizada por Leonardo Di Caprio y presentada por (casi) todos los medios como una obra maestra, como una espléndida y muy original cumbre del cine de ciencia ficción. Hacia el final, me revolvía en la butaca con una idea revoloteando en la mente: cuantas más superproducciones actuales veo, más buenas me parecen las películas de los años 50. Sin efectos especiales, sin diseño espectacular por ordenador, sin un ritmo trepidante de tres escenas y media de acción por minuto, sin desenfreno visual, siguiendo simplemente las historias de unos personajes de carne y hueso. Supongo que es inevitable: cuando la técnica y el superpresupuesto permiten hacer una virguería tras otra, pocos directores y productores tienen la audacia de decir, en los tiempos que corren, mira no, no hace falta, podemos hacerlo más sencillo, más limpio, más veraz. Es como preguntarle a un niño: ¿Quieres la fiesta con fuegos artificiales o sin? Con, claro, con.

Y eso que la película explora una idea de lo más potente, y a ratos largos, de manera brillante. "¿Cuál es el parásito más resistente?", comienza preguntando el personaje de Di Caprio. ¿Una bacteria, una lombriz? Pues no, el virus más persistente de todos es una idea. Una idea cualquiera que coloniza, hace suya la mente de una persona y le induce a interpretar todas sus vivencias, toda su realidad, según esa idea (Benedetti actualizó fantásticamente el refrán: "Todo es según el dolor con el que se mira"). Una idea que puede estar incrustada en el subconsciente, fosilizada bajo capas geológicas. Pues bien, la película explora la freudiana hipótesis de que es en los sueños donde emergen esas ideas, de que por mucho que el sujeto las esconda en la vida consciente, allí pueden descubrirse. Y el más difícil todavía, que también se pueden modificar los sueños para implantar -desde lo más profundo- una nueva idea en la mente de un individuo. A eso se dedican Di Caprio y su equipo, mediante la sedación inducida y una técnica de ensoñación compartida. Los espectadores visualizamos, pues, los sueños de los personajes. Y gozamos de la arquitectura onírica. Y comprendemos a la gente que vive en sueños controlados, que prefiere dormir a vivir, que prefiere crear y habitar una realidad paralela.

Pero, ¿hace falta intercalar constantes escenas gratuitas de tiroteos, de manera que el ruido y la furia tengan entretenidos como bobos a los espectadores? Pienso en cómo sería una gran película sobre esas realidades paralelas, sobre esas arquitecturas hermosas y efímeras del sueño, sin tener que pagar el peaje de la estruendosa violencia entretenedora. Suspiro. Tendría muchísimos menos espectadores, me imagino...

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 11 de agosto de 2010