Una tarde de verano mi madre me abrió las puertas de la biblioteca de mi abuelo y me dijo que podía leer todos los autores españoles excepto Felipe Trigo. Lo primero que hice en cuanto se dio la vuelta fue leerme a Felipe Trigo de cabo a rabo.
La transgresión y la curiosidad forman parte del aprendizaje natural de los adolescentes. Les atraen esos temas vedados sobre los que los adultos no hablan porque no se ven y -puesto que no se ven- no existen.
Como la muerte.
Hace tiempo que me vengo preguntando qué ha ocurrido con la muerte en nuestra sociedad. Hasta no hace mucho los muertos, lavados y vestidos por manos amigas, se velaban en las casas y eran besados por los niños. Nadie decía eso de "prefiero no verlo". La muerte se veía naturalmente. ¿Qué se ha hecho de los pollos que degollaban las abuelas, de los conejos desnucados y los cerdos para San Martín? Antes la muerte estaba ahí y era real. Triste tal vez, pero tangible. Se tocaba, todos tenían en su haber un montón de muertos y muy pocas pesadillas.
Hoy, en cambio, la muerte se ha ido velando pudorosamente hasta transitar por territorios innombrables.
Tal vez, sin pretenderlo, entre todos hemos echado a la muerte de nuestro mundo esterilizado y la hemos empujado al territorio fantástico.
Y ahí está bien instalada, una muerte fantástica sin cara, sin cuerpos y sin rituales para que cada cual le eche morro al asunto y se la imagine como quiera. Y a ello se han puesto escritores y cineastas. Ahora tenemos muertos bellísimos, muertos dolientes, muertos amenazadores, muertos equívocos, muertos que persiguen a los vivos, muertos que aman, que penan, que matan por amor, muertos que se nutren de sangre y venganzas, de pactos y estigmas. Muertos del lado oscuro, del lugar del que nadie regresa, y que intentan responder a nuestras preguntas más angustiosas.
¿Morbo? Se preguntarán muchos. Pues no. Dejémoslo en conciencia humana, la que nos lleva a la revelación terrorífica de que todos moriremos y que -como todas las revelaciones- acostumbra a ocurrir en nuestra adolescencia. Suerte que lo descubrimos al mismo tiempo que el amor y el sexo y que todo sirve para mitigar el susto.
Amor y muerte, dos temáticas apasionantes que pueblan las literaturas y las pantallas y que alimentan las fantasías, los temores y los deseos de los más jóvenes. No hay misterios. El terror a la muerte y su fascinación nos provocan el placer de sentirnos vivos a pesar de todo.
Adrenalina pura.
Maite Carranza es autora de la trilogía La guerra de las brujas
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de agosto de 2010