Anda la ciudad de Valencia conmocionada por el rapapolvo que le acaba de echar la ministra de Economía al excluirla de la lista de municipios que podrán endeudarse en el próximo ejercicio. No seré yo quien rompa una lanza en favor de la austeridad de doña Rita. A pesar de que a todos nos recuerda a nuestra tía Amparo, la que guarda el arroz para el día siguiente y es capaz de recorrerse todo el mercado para sacar las clóchinas un poco más baratas, lo cierto es que su Administración aparece impregnada del mismo tufillo derrochador que exhala su gran mentora, la Generalitat. Todos recordamos el disparate de las luces excesivas, del mobiliario urbano pretencioso, de los infinitos asesores prescindibles, de la hipertrofia fallera con la culminación esperpéntica del crucero de las falleras. Hay que dejarse de horteradas de nuevo rico y volver a la tradición de la que venimos: somos pobres, aunque honrados, honradez que, entre otras cosas, supone la renuncia a dispendios tan gravosos como el derribo de El Cabanyal o el del Mestalla.
Pero esto es una cosa y otra, darle la razón a la señora Salgado. Porque en esto de los municipios pasa como con los padres que prefieren pasar de la educación de sus hijos y luego se echan las manos a la cabeza cuando los descubren metidos de hoz y coz en el mundo de la droga. A ver si nos entendemos: el Estado ha venido racaneando escandalosamente la adecuada financiación de los municipios y, como había que ofrecer servicios, ha hecho la vista gorda ante las innumerables recalificaciones y tropelías urbanísticas que todos los ayuntamientos, grandes y pequeños, de derechas o de izquierdas, han tenido que perpetrar en los años de las vacas gordas. Los municipios españoles ingresan un 15% del presupuesto total de las Administraciones Públicas, los europeos, un 25%. ¿Cómo quieren que no se endeuden? ¿Razones? Las conocemos, es la pregunta del millón: las comunidades autónomas se llevan la diferencia. Puede que la configuración autonómica de España resultara necesaria en tiempos de la Transición política. Ahora, lo que resulta evidente es que ya no ayuda a resolver las tensiones entre el centro y la periferia y, sin embargo, se ha convertido en un serio obstáculo para la vida comunitaria. La metástasis de las autonomías lo condiciona todo, desde el orgullo de sí misma que cada comunidad está desarrollando de manera ridícula hasta los pactos de gobierno, pero, sobre todo, nos está llevando a la ruina. Este y no otro es el problema, señora Salgado, aunque ya comprendo que bastante tiene con la que está cayendo y que usted no se atreverá -tampoco- a ponerle el cascabel al gato. Pero por lo menos oriente el visor hacia los verdaderos culpables. Desde luego, en esta autonomía de nuestros pecados no le faltarán piezas para abatir.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 18 de septiembre de 2010