Vivimos en una cleptocracia formada por políticos entregados al saqueo de las arcas públicas. El paro, la crisis económica o las reformas laborales son actores que entran y salen a escena en todas las economías, pero la corrupción institucionalizada es propia de algunos Estados democráticos y de todos los demás Estados.
Los políticos corruptos de los últimos años en nuestro país se cuentan por miles y los actuales, por cientos. El ciudadano no parece establecer una relación clara de causa y efecto entre la corrupción y el empeoramiento de sus condiciones de vida; es difícil identificar a un enemigo ubicuo, que convive con nosotros, y en la naturaleza de las personas está la capacidad de soportar casi todo.
La política ha pasado a ser un lucrativo negocio; nuestros políticos nos empobrecen, yerran en sus políticas y nos roban una y otra vez. ¿Cuándo veremos un movimiento ciudadano, una huelga general o una ONG que pretenda el fin de la cleptocracia y el advenimiento de la democracia? Uno de los países menos corruptos del planeta es Dinamarca, pero nosotros terminaremos como Argentina, ejemplo palmario de los efectos de una cleptocracia rampante.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 4 de noviembre de 2010