Una de las visitas más esperadas de esta edición de Madrid en Danza era la de la compañía Batsheva de Israel, por su historia, lo que ha ofrecido y la reputación de su coreógrafo. La decepción y el desconcierto se instalaron en el público justo al empezar la función. Al final quedó la frustración y la idea de haber visto durante una hora a 10 bailarines sumidos en una sucesión rítmica sin progresión u organicidad.
La obra en cuestión es un experimento de laboratorio de la que ningún coreógrafo puede o debe librarse, pero el caso en sí representa el trabajo de la compañía, su estado actual. MAX quiere ejercer de manual filosófico del arte coréutico y se queda en instrucciones de electrodoméstico.
MAX
Batsheva Dance Company (Israel). Coreografía: Ohad Naharim; Música: Maxim Waratt; Vestuario: Rakefet Levi; luces: Avi Yona. Teatros del Canal. 21 de diciembre.
El aparato sonoro, ironiza con metros que se antojan informados de folclore ancestral y es la base que lleva al callejón sin salida en lo plástico y lo bailado. El título en mayúsculas deja un críptico mensaje maximalista que contrasta con la sobriedad de la producción: mínima inversión y despliegue de vestuario o escenografía amén de unos focos rojos y verdes alusivos al 3D.
Naharim se sigue haciendo preguntas, usa a los bailarines como elementos confrontados, pero el resultado deriva a una sensación de pérdida y desánimo, de energías vertidas a la nada. Es probable que eso esté en las intenciones del creador y ciertos objetivos estén ásperamente cumplidos; nada está hecho para agradar la vista, el oído o la percepción dinámica. Hay un mensaje cifrado en el trato circular entre la energía y la figura resultante que lleva a la pregunta de siempre: ¿tiene sentido lo que hacemos o representamos?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 22 de noviembre de 2010