Hace unos días leí el artículo de Rosa Montero acerca de los molinos de viento que quieren instalar en Tivissa (Tarragona). Conforme iba leyéndolo, iba recorriendo mentalmente sus campos de olivos y algarrobos y su bosque mediterráneo de jaras, lentiscos y brezos.
Se me hace difícil entender y digerir que para conseguir energías limpias y renovables se tenga que ensuciar y destruir sin remedio un paisaje de extrema belleza. Un paisaje que, además, ha surgido y se ha enriquecido de la mano de sus moradores, que pacientemente han plantado y cultivado sus frutales, que con su presencia mantienen limpio el monte, siendo los primeros en protegerlo del fuego; los que con su constancia conservan los caminos transitables y que como garantes de la riqueza que tienen entre sus manos, hacen de cicerones para todos los que por allí nos perdemos.
Los molinos de viento son necesarios, sí, pero no a cualquier precio. En este caso, la destrucción que generará su instalación nunca compensará los beneficios que de ellos se obtengan. No podemos hipotecar una energía que se sustenta en sus beneficios ecológicos, por anteponerlos a beneficios económicos particulares. Con molinos de viento en Tivissa perderemos a sus moradores, y sin ellos, dejará de haber paisaje.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de noviembre de 2010