Pensemos por un momento que los controladores, después de haber sido militarizados, tienen menos estrés laboral, aumenta su satisfacción ante la vida, mejoran en sus relaciones familiares y progresan en salud física y mental. Peligroso, sería muy peligroso. Podría ocurrir que, a partir de ahora, exigieran la militarización para elevar su calidad de vida. Y eso podría ser contagioso, porque la imitación es el mecanismo social más poderoso.
Los educadores pensarían que, al estar militarizados, tendrían toda la atención de sus alumnos, no estarían pendientes de los informes PISA y dejarían de recibir órdenes contradictorias en función de la última ocurrencia del plan de estudios o de la reforma educativa. Hasta los funcionaros de las administraciones estarían tentados por la cosa militar si, a cambio, fuesen independientes de las veleidades del político de turno. No lo tengo claro, pero creo que el experimento del gobierno con los controladores puede llevar a situaciones extrañas y pensamientos oscuros.
Para mí, y solo es una opinión, los han militarizado de mentirijillas. A finales de nuestra última dictadura se recurría mucho a la militarización de los trabajadores, pero siempre se les asignaba un rango, como debe ser. A unos los hacía brigadas, a otros tenientes y así sucesivamente. Sin embargo, nadie sabe ahora qué graduación militar tienen los controladores o si todos tienen la misma. Envían un coronel a las torres de control, de acuerdo, pero como no sabemos si ellos son más o menos y tampoco les han puesto un uniforme como era de esperar, es imposible aclararse con quién tiene que obedecer y quién manda. Esto es un lío, de verdad, así no hay forma de trabajar seriamente.
El tema me preocupa porque un mal día nos puede pasar a los universitarios, enfadados por cualquier Bolonia podemos llegar a paralizar el tráfico de conocimientos, dejando a los conceptos, teorías e investigaciones aterrizados en el aula. Y conociendo la exquisita sensibilidad que tienen nuestros gobiernos hacia la educación, siempre preocupados por la formación de las generaciones futuras, la cosa será más grave que un simple puente festivo y serán capaces de militarizarnos hasta con carácter retroactivo. Y eso con suerte, porque hasta nos pueden convertir en mercenarios.
Una cosa es el estado de alarma y otra muy distinta es estar alarmados. Y yo lo estoy, francamente. No hay nada más peligroso que un gobierno débil y en decadencia, porque en lugar de buscar soluciones ensaya con los problemas. Eso nos lleva a pensar que cualquier cosa es mejor que lo que hay ahora, una idea contradictoria con la racionalidad democrática y el progreso social, porque cualquier cosa siempre es la misma cosa, regresar a lo anterior, a lo que había antes de estar alarmados. Y eso tampoco es la solución.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 13 de diciembre de 2010