Pese a la contagiosa felicidad infantil del Día de Reyes, hay algo en el ambiente de terco desánimo. Hasta el punto de que muchos se conformarían con que los Reyes Magos al paso por su hogar no se llevaran nada. Las instituciones transmiten una sensación de butroneros especializados y al boquete diario de las telefónicas, los bancos hipotecarios y los recaudadores de tasas, se han afiliado con entusiasmo las eléctricas. El ministro de Industria no midió bien que las metáforas las carga el diablo y ahora no hay familia que al darle al interruptor de la lámpara no piense, ahí va otro café. Pero donde se deja traslucir un desánimo evidente es en el mercado televisivo. Las dos cadenas privadas mayoritarias han entablado una agria disputa por imponer cuál de las dos es la más recomendable para el espíritu nacional. Mejor no mediar, no sea que tengamos que acabar defendiendo una educada tertulia de cotilleos frente a un concurso de comedores de vísceras humanas.
El cierre de cadenas, la concentración evidente, la pobreza que una mala legislación deja como panorama, provoca que el usuario responsable se sienta acorralado. El pantallón es el regalo del año, la media de inyección diaria en televena supera las cuatro horas. Tantos espectadores cautivos, ancianos, niños educados vía satélite, entretenidos pasivos, gente cuya mirada está sometida al mando a distancia y no al revés, como piensan. Los intentos de dotar al fenómeno televisivo de valores defendibles derivan en fracasos comerciales o en estéticas de canal búlgaro de los años sesenta.
Ese electrodoméstico infiltrado en la intimidad, que ejerce en el mundo interior de lavadora, trituradora y tostadora, requiere educar al usuario en la resistencia. Por ahí fallamos. La resistencia en España siempre es a zurriagazos contra el sentido común. El alzamiento profumador, por ejemplo, está basado en una especie de patriotismo del chuletón y comandos del caliqueño. Por qué gastar las fuerzas en algo que un paseo por el mundo civilizado nos mostraría como razonable y asumible sin grandes traumas. Y no dedicar la energía de resistencia frente a las verdaderas amenazas, aquellas que acogotan el sentido crítico y someten al entretenimiento a la ley del más fuerte. Nos merecemos algo mejor que carbón bien envuelto.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 6 de enero de 2011